autores vascos en castellano

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Alberto schommer (Gabriel Celaya – Máscaras, 1985)


Después se produjeron nuevas absorciones.

¿Quién no sintió que en lugar de buscar
era devorado por un centro escondido?

Gabriel Celaya

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Eli Tolaretxipi (San Sebastián 1962)




Poesía táctil 
(El mundo fragmentado de Eli Tolaretxipi)                      

Traemos un mensaje de la larga y negra extensión del
Cuerpo:
“Cálmate” ruega y ruega.
                                                        Elizabeth Bishop

En mi cuarto, el mundo está más allá de mi comprensión;
Pero cuando camino veo que consiste en tres o cuatro colinas y
una nube.
                                                          Wallece Stevens

 Dos entregas recogen hasta la fecha la poesía astillada y seca de Eli Tolaretxipi (San Sebastián 1962): amor muerto, naturaleza muerta (Bassarai, 1999), y Los lazos del número (Bassarai, 2003). En ambas, los trazos de una misma tentativa geométrica que explique las sensaciones del mundo a partir de las relaciones con esos aparecidos que son los objetos, esos huéspedes a menudo cómplices, nunca del todo quietos, que moran en él.
 Catálogo de cuerpos porosos, permeables, abiertos, enhebrados en un devenir de galerías y estancias horadadas con determinación y transparencia. Poesía táctil que tantea imágenes dispuestas en amable caos en busca de un tejido que salve el laberinto. En cada poema de Tolaretxipi, lo real aguarda un abrazo definitivo. Este mundo entrecortado alberga un contorno que la voz se esmera en perfilar.
 Mundo fragmentado que no extravía el sentido. Trozos sueltos, nunca dispersos, fluir coherente de un sentir frágil y conocido. En Eli todo es extrañeza, sin embargo, nunca el lector es un espectador ajeno a la lógica de todas estas piezas sueltas. No hay lector que no sepa de la precariedad de las manos para apresar el mundo. Para Eli Tolaretxipi las pieles de las naturalezas que retrata y sus cuerpos son una misma cosa; los objetos no tienen un reflejo trascendente, su realidad es el número; todo sólido está presente a pesar nuestro, nada importa que la ficción de su posible trasparencia persista.
 Los procedimientos por los que se atiende y recrea una naturaleza detenida son los mismos en ambos poemarios. Fotografías y libros en los lazos del número; Cuadros y esculturas en amor muerto, naturaleza muerta; el amado reducido a modelo pictórico, a sus posibilidades plásticas en una confrontación no por contenida menos dolorosa. Ese proceso tantas veces repetido por el que todo abrazo nos desaloja de todo cuanto hasta entonces teníamos por propio.

 Importa el hecho de que mi amiga S

 haya construido las alas para mí,
 que vaya a ser yo la mariposa
 que me quede un solo día
 para decirle que ya no.

 En los poemas de este primer libro, la lógica del Dos reproduce la muda de los cuerpos; abrazos que no salvan, amantes condenados a un infranqueable estado de pupa, transfiguración humillante, como si la crisálida no revelara un nuevo nacimiento, sino tan sólo su condición de ovillo en el que el amante como un arácnido retiene a su presa y se alimenta.

Lo que dice me transforma.
Se trata, dice,
 de exponer mis adentros
sin color
 sin que nada palpite.
Interiores secos.
Mi oreja,
mi corazón de manzana
 rígidos sin mí.

 Como en esa teatral suicida que fue Anne Sexton acaso no haya suicida que no lo sea se hace notar en cada una de las imágenes que Tolaretxipi ensaya, una obstinada presencia del cuerpo sumido en sus porciones. El cuerpo, ese sórdido lugar en el que nos demoramos, y al que siempre uno vuelve cumplida la huida, tal vez en otros cuerpos. En ambas poetas, el verso con tiempo de una poesía con voluntad de prosa, así como un decidido tono confesional. Otras voces femeninas han fecundado el personal mundo poético de Eli Tolaretxipi: junto a la ya mencionada Anne Sexton, Sylvia Plath, Elizabeth Bishop, por nombrar un reducto. Algo también de los ecos hipnóticos de Wallace Stevens, ese autor que cantó la superficie de las cosas para que, una vez salvados sus pliegues y vértices, pudiéramos sin peligro caer dentro de ellas. En ocasiones parecida respiración en ese deambular laberíntico de formas repetidas, esas espirales de Superficie marina llena de nubes o El hombre de la guitarra azul.
 Mucha de la capacidad sugestiva de estos poemas reside, además de en la extraordinaria plasticidad de sus imágenes, en que nada, en este catálogo de delicadas piezas y fragmentos de vida quieta, pese a su condición de “objetos”, nos mantiene a distancia. La realidad en el universo de Eli Tolaretxipi nunca es dual; toda conciencia u ojo que mira adquieren las dimensiones, trazos, heridas, huellas y hendiduras del cuerpo observado, de igual modo, cada huella aplicada al lienzo, deja un rastro indeleble en la piel de quien se presta al sacrificio del modelo. Las fotografías nos hablan de la inmediatez en que se asimilan imagen y mirada. La extrañeza ante el cuerpo retratado, cuerpo condenado a los márgenes del lienzo, reside en el gesto de acariciarlo, pertenece al sórdido vinculo que con el tacto se sella. Eli sabe que sólo estos lazos nos explican.
 Esta destemplada lógica del Dos que anima los poemas de amor muerto, naturaleza muerta, continua tendiendo puentes subterráneos en los lazos del numero, tal vez en busca de cierta redención. En este su segundo libro, un recóndito Tres se encarna para dotar de nuevos matices el antiguo vínculo.
 El mismo sereno espanto que acompañó a Morel en sus estériles paseos por aquella isla, donde los prodigios de una invención perversa asimilaría los cuerpos a su imagen, privándole de la compañía de los antiguos moradores, recorre las escenas repetidas de Los lazos del número: La mujer alta, el hombre ante la máquina, la lectura en los transportes públicos, paisaje con palmera y museo. La mansa realidad de los cuerpos sobre los que posamos nuestras manos, talvez extrañados de que perseveren en su existencia; el mundo apaciguado y leído; todo adquiere la entidad frágil de las reproducciones. Esa contabilidad de las cosas que callan mientras uno inventa su historia, cierta e inaccesible.
 Este mundo detenido muestra sin violencia su faz de realidad atrapada en los márgenes del ojo atento. Fragmentos casi inanimados, contenidos en la realidad doméstica de las fotografías, en la prudente distancia de los libros, en el cuerpo acariciado que se entrega casi siempre dormido, ausente.
 Mundo privado de movimiento, reducido a catálogo de objetos y fotogramas. Naturaleza inmóvil, no muerta, aún palpitante, aguardando un indicio; tal vez una comunidad de fragmentos de vida destemplados con los que poder al fin conformar los tres puntos de apoyo necesarios para que cualquier cuerpo se alce desde su plano, o para que, en ese mismo plano, los tres vértices devengan una forma definida. Cada verso quiere abrazar un cuerpo, un sólido indemne. En definitiva, realidad expuesta para ser contemplada y narrada, mientras anida en cada reconocimiento la esperanza de que algo se desprenda de la lógica de los museos y nos traspase.

La página está llena de signos
digeribles, pero alguien tiene que empujar
la sucesión, completar
los momentos. 

Las cosas vistas son las cosas como se ven. Lo real absoluto. Apuntaba Wallace Stevens en Adagia, en esa su imperiosa tentativa de aliviar a lo real de sus adulteraciones, y así aprehender la complejidad del mundo, percibir lo intrincado de la apariencia; en definitiva hacer sutil la experiencia.
 Cada objeto se cobija en el cuenco de ambas manos y se contempla sin tiempo. Cada imagen es una pieza que contiene la intrincada transparencia de un mundo en miniatura. Eli Tolaretxipi reparte el mundo en secuencias, suya es la lógica de los restos. La repetición dota de geometría a un universo sutil. Mundo redimido en su imagen, mundo sin doble; en las manos absortas de Eli sólo la materia es trascendente. 


El especulador       Edgar
          
                      



BIBLIOGRAFÍA

Amor muerto, naturaleza muerta (1999)
Los lazos del número (2003)
El especulador (2009)
Edgar (2013)