Poemas de barro y rabia
(Ángela Figuera Aymerich y la belleza cruel de la endosfera humana)
(Félix Maraña)
La voz poética de la bilbaína Ángela Figuera Aymerich (1902-1984) está atravesada por una herida: haber sabido advertir que la belleza es cruel en ocasiones, sobre todo cuando desde la belleza no se advierte el mal del mundo, o se utiliza para esconderlo cobardemente. Ángela Figuera se aplicó a todo lo contrario: decir al mundo que la belleza es cruel si nos distrae o entretiene del camino de la dignidad e, incluso, para advertirle también, desde la poesía, que la belleza desaparece en el momento en que no sentimos la injusticia elemental. Y también nos dijo que la humanidad es esa contradicción de belleza y deterioro, que nos atrapa y nos vigila. Pero Ángela no fue una predicadora o una poeta que se sumó a moda alguna para reclamar la atención: aunque fue vencida por el ángel, en realidad, nunca derrotada, y la rebeldía de su verbo fue bien reconocida por aquella voz de la dignidad en el tiempo de la poesía, León Felipe; también lo hicieron otros, cual Max Aub o Pablo Neruda.
Las cosas como son
Claro que el ángel que visitó a la mujer, a la poeta, no fue un cualquiera. El ángel venía a advertirle de la necesidad de comprender el mundo: era en realidad un arcángel, pero civil. Figuera acababa de leer el poemario de Gabriel Celaya Las cosas como son (1950), unos versos y unos verbos que, como aseguró sin ningún inconveniente y con orgullo, le habían hecho cambiar el rumbo, licenciar la estética intimista, sensual y erótica de sus dos libros anteriores, Mujer de barro (1948) y Soria pura (1949).
Sin espada, sin ruido, me ha vencido. En la entraña
me ha dejado clavada la raíz de la angustia
y ya siento en mi alma el dolor de los mundos.
Y es que la escritora entiende que no podía seguir cerrándose al exterior, o, como dice en el prólogo de Vencida por el ángel (1950), seguir apretando la puerta, con resistencia, para que no se adentrara “el sucio oleaje de las cosas”. No es cierto en cambio que Figuera hubiera sido ajena con anterioridad a los males del mundo, porque ella era el mundo: madre en la guerra, guerra en la guerra civil, desposeída, como todos los suyos, de su condición ciudadana por haber perdido la guerra, y en guerra contra el propio oleaje de las cosas. Tampoco es cierto que, por haber cambiado la estética, por fijar un lenguaje más incisivo y cierto, Figuera fuera atrapada por prosaísmos elocuentes para que los estudiosos le concedieran el título de poeta social. Fue éste un título poco afortunado y nada conveniente para la literatura, y con el tiempo desaparecerá: la poesía existencial de Figuera es la poesía existencial de la historia humana.
Tampoco es verdad que el abandono del verso machadiano de los primeros libros se trucara en verso libre y desorientado de pronto. Como ha celebrado Leopoldo de Luis, Figuera escribió excelentes sonetos que retratan la endosfera humana en formas y aciertos. Ni le impide esta nueva temperatura descuidar los símbolos de su poesía de siempre: el fervor por la tierra, la naturaleza viva y tremenda, la elegía permanente de la maternidad, como sigue celebrando el erotismo, el yacimiento de los cuerpos “absortos en el hondo tableteo / de nuestros corazones”. Ocurre simplemente que Figuera ha sido llamada también desde dentro, desde el interior de su conciencia, para escribir un poemario definitivo: Belleza cruel (1958).
Porque es lo cierto que me da vergüenza,
que se me para el pulso y la sonrisa
cuando contemplo el rostro y el vestido
de tantos hombres con el miedo al hombro,
de tantos hombres con el hambre a cuestas,
de tantas frentes con la piel quemada
por la escondida rabia de la sangre.
… … …
Que me perdonen todo este lujo,
este tremendo lujo de ir hallando
tanta belleza en tierra, mar y cielo,
tanta belleza devorada a solas,
tanta belleza cruel, tanta belleza.
Un año antes, la escritora vasca se había ido a París con una beca intentando respirar, y llevando un fajo de apuntes y poemas rabiosos, según su propio testimonio. De ahí salió ese poemario breve, pero intenso y rotundo. Y vendrá luego los poemas de Toco la tierra (1962), donde corona su madurez, aunque se haya señalado lo contrario. El grito inútil (1952), Víspera de la vida (1953) y Los días duros (1953) completan su recorrido, que está recogido, junto con sus poemas y cuentos tontos para niños listos, su literatura de ternura infantil, en las Obras completas, que publicó Jesús Munárriz en 1986.
Comulgar con la tierra
Ha querido verse también en la poesía de Figuera una literatura de género, en cuyo discurso ella no se introdujo deliberadamente. Desde luego, con María Teresa León en el exilio, Figuera fue la voz femenina más rotunda, clara y de más hondura intelectual y moral que se dio en nuestra poesía. Lo hizo con una natural discreción, afirmando su condición de mujer, su rebelde oficio de mujer, pero sin descuidarse, como hemos repetido, en concesiones menores al lenguaje o a la idea. Así, a sus poemas acudirán las gentes sin voz, las de tarea sencilla y digna, los obreros de las fábricas, los del pensamiento, las mujeres de la fregadera y del mercado, todas las gentes de todos los barrios del mundo. Hay en toda la poesía de Ángela Figuera un constante tono irreverente para lo establecido, para todas las religiones menores, y en sus poemas no sólo hay un pulso al poder del mundo, sino al poder de la fe. Contaba Julio Figuera que su mujer había perdido la fe, se supone la creencia en la dogmática religiosa aprendida, durante la Guerra civil de 1936. Pero si perdió esa fe nunca perdió la fe en la condición humana y, desde ésta, le habló de tú a tú a la propia idea de Dios.
Y es que ella se da cuenta, y pasa a la acción. Increpa incluso a sus colegas, los poetas de la estética sin más resolución, para que se espoleen:
No puede verse el cielo desde el fondo del cáncer,
desde el fondo más hondo del infierno más negro,
desde el fondo de todos los que están en el fondo,
los que son tierra sucia que pisáis sin mirarla
cuando vais extasiados por las lírica nubes.
Son varios los momentos de su poesía en los que Ángela increpa e incordia amorosamente a los poetas. Así, publica un poema en 1950, “Exhortación impertinente a mis hermanas poetisas”, en la revista leonesa Espadaña, donde les pide que canten “todo eso que os aturde y asusta”, mientras les alienta a “comulgar con la tierra”, y dice:
No queráis ignorar que es el odio un cuchillo
de agudísimo corte que amenaza las venas;
y la envidia una torva dentadura amarilla
que nos muerde rabiosa cada fruta lograda.
Gabriel Aresti, que le dedicó a Ángela poemas hermosos, afirma en uno de éstos que la escritora aún no había abrazado la causa. Aresti se refería a la militancia política. Pero Ángela estaba en una militancia más abierta. Ella misma azuzaba con su conciencia crítica a sus colegas masculinos, para hacerles despertar al viento de la realidad, como en el soneto “Poeta puro”:
Tras de tu ensueño quieres esconderte
haciéndote agorero de lo oscuro.
Tu labio es joven, tu decir maduro;
pero es la vida un vino rojo y fuerte.
Has de beberlo al fin o has de perderte;
y has de pisar sin miedo barro impuro
o, cuando creas verte más seguro,
te asombrará el tamaño de tu muerte.
Hombre serás si habitas con los hombres.
Ven a llamar las cosas por sus nombres;
no estés en soledad, entra en el corro.
Pon tierra, llanto y sangre en tu poesía;
rima tu canto con la luz del día
y se alzará más bello y más sonoro.
A pesar de esa militancia de la tierra, no hubo nunca en la poesía de Figuera una palabra que oliera a panfleto o burla vana: sí hubo ironía, irreverencia y exquisita y punzante crítica a todo lo rebelado, a lo aceptado por dogma del tiempo, a lo que no deja crecer el interior de lo humano. Y hubo siempre en su poesía, hubo y hay, un rumor de aliento de esperanza, que dibujan tiempos sin paraísos, pero hechos por las manos del hombre, como cuando se dirige a un muchacho:
Toca la tierra, hijo; con cuidado,
que tocas una ruina de alma o nido,
un útero de amor desposeído,
un torso de titán ametrallado.
Toca la tierra que, de la lado a lado,
es un muñón tascando su alarido,
una prisión de muertos sin olvido,
un corazón de paz desconcertado.
Toca esta tierra, hijo, y, de rodillas,
sigue un vía crucis lento de esperanza
hasta secar su llanto sin orillas.
Clava un arado aquí y allá una lanza;
lluévele amor; derrama tus semillas.
A ver si la cosecha nos alcanza.
Levantar la voz está mal visto
La obra de Figuera se comprende mejor si advertimos que toda ella es un pronunciamiento amoroso, pues no toda la poesía viene de ese surco. La escritora vasca brinda su poesía como acto de servicio a la humanidad: levantó su voz sin contenerse, prestándosela al mundo para advertir el dolor del mundo, su interior demudado. Y ya sabemos que levantar la voz está muy mal visto. La sociedad, el tiempo oscuro, el poder prefiere el silencio, la mutilación de las conciencias. Figuera prestó la suya, derramando en su poesía toda la angustia humana, pero con una virtud raramente apreciada y nunca señalada o destacada en su obra: la escritora vasca hace en todos sus poemas un esfuerzo por afirmar esa angustia, por denunciar el dolor, de los demás: como si su servicio al tiempo y la historia del mundo quisiera estar más en ser puente que protagonista, más en ser portavoz y mensajera que mensaje. Todo ello lo hace desde un lenguaje rotundo, pero sin sonoridades efectistas, antes al contrario, cuidando la palabra decantada como herramienta la más eficaz para retratar las angustia o proclamar el dolor o denunciar la injusticia.
Mujer y mediadora
No le impide en cambio esa aparente distancia, que es inteligencia aplicada, mostrar el desgarro personal con que otros poetas vascos por ella muy queridos, Unamuno o Blas de Otero, expresaron el mismo sentimiento trágico del mundo. Hay, sin embargo en toda la poesía de Figuera un aliento que parece inclinarse más por la acentuación alentadora en el futuro abierto por que aquello cuanto se denuncia pueda corregirlo, si no la historia, sí la conciencia individual. Parece como si la poesía de Ángela Figuera pusiera más acento en la belleza que en la crueldad de la belleza, sin dejar por ello de ver la crueldad o desentenderse. Aparece así toda su lírica como un servicio que a la historia de la condición humana hace esta mediadora. Pues en ella todo es corriente por la que discurre la vida, por la que, como madre, pare, lo que le identifica con la tierra, a la que abraza, y a la que se encara, para afirmar su conciencia de mujer.
Y hay otras dos circunstancias mediadoras, que le hacen a Figuera protagonista de la historia cultural: por su poesía, por Belleza cruel, León Felipe y todos los poetas del exilio errante, comprendieron que, a pesar del franquismo, la poesía se desvelaba en el interior del país con acento rotundo y rebelde. En el exilio intelectual republicano –prácticamente todos los intelectuales de tal condición que no quedaron en la cuneta tuvieron que partir al exilio–, tal vez por desesperación, había cundido la idea de que en el interior nada podía crecer. Poetas como Figuera vendrían a demostrar lo contrario. El prólogo que León Felipe escribe para Belleza cruel es un documento de reconciliación auténtica, no de la reconciliación política que predicaron otros. Y Figuera, por las mismas razones, y enseñando a Neruda los poemas de todos los poetas emergentes y que también habían sido “vencidos por el ángel”, logra que el chileno escriba y le entregue en París (1957), su “Carta a los poetas españoles”, evocación del pasado y deseo de reencuentro en la poesía. Tuvo esta mujer de acento cálido y rostro auténtico una visión del mundo y de las cosas, que predice que su obra no será enterrada por el tiempo. Porque ella es autora del mejor salmo y la mejor canción, como dijo León Felipe.
BIBLIOGRAFÍA
Mujer
de barro: poemas (1948. 1949)
Soria
pura (1949)
El
grito inútil (1952)
Víspera
de la vida (1953)
Los
días duros (1953).
Vencida
por el ángel (1953)
Belleza
cruel (1958)
Toco
la tierra: letanías (1962)
Cuentos
tontos para niños listos (1980)
Canciones
para todo el año (1984)