Teniendo
todos los caminos, sin camino marcha hacia ningún lugar, dondequiera
que vaya.
Sófocles
El
apego es fabricante de ilusiones; quien quiera conocer lo real, debe
estar desapegado.
Simone
Weil
La extensión del cuerpo de un hombre apenas alcanza poco más del recorrido acostumbrado por sus saludables rutinas; el mapa de mis pasos en todas sus tentativas de repetido encuentro en las congregaciones para el trabajo, o a una misma hora en las plazas públicas, donde poder vernos, parcialmente enteros en el cuerpo de los otros. Los lugares y cuerpos que nos nombran con esa cordial contundencia de las llamadas. Pertenezco a todo aquello que me llama con un nombre y siempre el mismo, ante el que poder girarme y ver cumplida la trama de los reconocimientos.
En 1968 y tras un accidente en la arista de Peuterey del Mont-Blanc que lo alejaría de las grandes ascensiones de montaña, Julio Villar emprende a bordo del Mistral, un velero de apenas siete metros de eslora y poco más de 1200 kilos, un viaje de ida que no contempla destino ni retorno. Sin el auxilio de conocimientos técnicos, con su sola y limpia disposición animal, “soy un bicho, no soy mucho más, soy un bicho para sobrevivir, me guía mi instinto… no me dejo ganar por miedos ni por razones”. Tras cinco años de lenta travesía, Julio Villar completa su particular vuelta al mundo. Sus notas de abordo, precipitados líricos, apuntes de bitácora y deriva, momentos en su decidida huida del hombre, quedaron registrados en su libro ¡Eh, petrel! (Editorial Juventud, Barcelona, 1974). Años más tarde, la experiencia de otra intimidad, esta vez con la tierra, la vivencia de su creciente despoblación, la desvalida vida de los hombres a la intemperie, su incapacidad para habitarse, verá la luz en Viaje a pie (Editorial Juventud, Barcelona, 1986).
Viaje sin nombres
En ambos libros, lo grande y lo pequeño, la insignificancia de todo cuanto cabe en una mano y los prodigios de los inventarios del cosmos, trenzan su posibilidad en los mismos cuencos, en una indistinta conformación de la belleza.
En mi viaje no he visitado grandes ciudades, ni tan siquiera pueblos prósperos; no he subido ni a altas ni a difíciles montañas ni he entrado en castillos o en museos célebres. Mi ruta la he trazado sobre la dura, modesta e ingrata tierra… con la simpleza del animal…
…
una araña lanza su seda al viento. Yo pienso que lo que estoy viendo es algo tan grande como el paso por el firmamento de un planeta errante.
Su viaje es un viaje sin nombres. El hombre Julio Villar no es un coleccionista de itinerarios, no hay lugar al que dirigirse ni identidad de las cosas o el hombre antes de encontrarlas o encontrarse a cada paso, antes de divisarlas o señalarlas. Asistir a una realidad sin sombras, sin dobleces, palabras elementales para una realidad primaria, idéntica a sí misma desde el principio de los tiempos, un mundo abierto esperando a ser nuevamente pronunciado. Como un niño en la expedición de su lenguaje, el testimonio de su travesía por mar y tierra carece de épica, la aventura no es la de un héroe, no hay destino que asediar y cumplir. Tampoco ejercicios de paisajismo, el registro directo, simple, de lo vivido desprovee al viaje de conquistas, asaltos e invasiones de todos los otros lugares que no soy. En las drizas de Julio Villar no se tensa promesa alguna sino la constatación de la honda condición del errático; un presente donde depositar todos los pequeños gestos, la ceremonia que la limpia atención confiere a cada acto, cada acción en su respiración consciente.
La extensión del cuerpo del hombre Julio Villar son exactamente 38.000 millas marinas, “el equivalente a algo más de una vuelta y media a la tierra”. En esta lenta medición “mi cuerpo atraviesa el tiempo”. Abandona así el errático a los hombres en el tiempo de las tramas y se adentra sin terror en el tiempo de las tonsuras.
Me voy. Largo amarras. La vida es mía y la tomo por mi mano para irnos por ahí. Dejo atrás todas las cosas que no me gustan. Las cosas absurdas. Los señores que prometen con gestos paternales. Los sistemas que envuelven y que hipotecan las alegrías de la vida. Y tomo el camino que bebo tomar, para conocer la tierra; esta tierra que es mía.
…
Voy conmigo. Voy conmigo. Voy a través de mí y nadie me molesta y nada me distrae. Yo soy mi camino. Y mis océanos. Y mis montañas.
Mi viaje no lo podré explicar. Yo no he estado en ningún sitio.
El errático.
Todo viaje rebasa al hombre, lo enfrenta a su real confinamiento.
Estoy solo. Demasiado lejos de todo. ¿Qué hago yo aquí?
El barco es una prisión. Una prisión temible, y la bóveda del cielo son sus muros. Unos muros inmensos, de dolorosas resonancias.
Imposible esconderme.
…
El espejo que es este universo me da una imagen demasiado detallada de mí.
El viaje pone la vida en marcha, la percute. La aventura, si es un viaje sólo de ida, agarra entera la vida y la arroja contra sus límites. Su vibración nos dirá de qué estamos hechos, de qué están hechos los otros hombres.
En su confinamiento, el errático vacía de sentido y dirección cada posible camino, todos le pertenecen por igual, todos son cualquier camino. Confundido en la corteza del mar o de la tierra todo comienza de nuevo: El juego infantil de las rayas gigantes, olvidadas de su corpulencia, cambiando con sus vientres blancos el color de la superficie del mar. Su curiosidad asfixia a los buzos y echa a perder los barcos arrastrando los fondeos lejos de las ensenadas. El errático asiste perplejo al anuncio de la invasión de la luna y se lamenta por la profanación de ese espacio íntimo, el de la callada mirada de cada hombre a su satélite. Miles de medusas vibran en las corrientes de las medias aguas, emergen de la hondura como constelaciones. La oscuridad, la ira de los elementos en el rostro. La estatura de las vértebras de la tierra, la insondable distancia. Los descensos de la conciencia en los callados rituales de la ingesta del kawa en los bosques de Nuevas Hébridas. El mundo cierto en su letargo.
Y entre todos esos prodigios las ballenas y la luz de los cuerpos en su bóveda celeste enhebrando todas las edades de la tierra.
El errático no pretende camino, su lugar en el mundo está a la distancia de un solo paso. Al errático lo asiste la mayor de las ambiciones; “presta atención a las voces de las cosas pequeñas”, nunca se distrae, nunca se dispersa.
El errático tampoco conoce el tiempo. Su cuerpo, una vez habitado, no prescribe. Traspasado el umbral de los diez días, el errático ya no espera nada, todo es ya presente y cabe en un solo golpe de pulmón. En la mar en calma o a favor de los vientos propicios, su posición será ya siempre la misma. Pasado el umbral de los diez días ningún horizonte guarda una nueva luz, nada en la tierra es promesa, declinan los destinos, depone su ira el héroe, en la vida ya no cabe el laberinto.
A los diez días, el tiempo desaparece y con él el número, la fractura que introduce en lo real el acontecimiento. Queda clausurado en el hombre su centinela; todos los Giovanni Drogo ante los desiertos de los Tártaros, todos los Diego de Zama en cualquier selva, aguardando el amor o cualquiera de las otras formas que los hombres acostumbran a dar a su asedio y ocupación.
Después de diez días de intemperie, un hombre no tiembla, y todo cuanto le resta es simple realidad. Esa que el azar dispone y ya ningún acontecimiento modifica.
El viaje de Julio Villar es un proceso de vaciado de todos los hombres innecesarios que habitan al errático. Villar criba el ruido, esa oscura urgencia en la felicidad de sus semejantes, suspende el habla, las acciones para todo en la inconsciencia de las ciudades, y ya las cosas son definitivamente su pulso.
Veo las cosas desde fuera, desde mi yo repleto de noches solitarias. Y creo descubrir que a casi toda esta gente le falta valor.
Valor de ser como saben que quieren ser.
Valor de ser sinceros. Y sencillos. Y fuertes.
Valor de construir. Y de devastar. Y de destruir.
Coraje de dejar que los instintos les salgan del cuerpo…
Cuando el centinela desaparece, lo real deja de reproducirse en los márgenes inasibles de su doble, deja de ser posible y moral. El errante encuentra entonces a cada paso –tal como nos advierte Clément Rosset–, la exultante determinación de todas las realidades, su vivificante insignificancia.
En Julio Villar las palabras y los sextantes marcan una inamovible posición en el presente. Y el presente está fuera de la deriva del tiempo, carece de significado. En él el mundo produce una imperceptible resonancia, un mismo tono monocorde.
Tengo miedo del viento que traerá el movimiento y unirá el pasado con el futuro. Temo el momento en que empezará a soplar. Uno olvida demasiado pronto…
Una vez recuperado para los días, devuelto al ruidoso tiempo de las tramas, el errático advierte a los hombres de lo único aprendido tras cinco años de deserción. Mi viaje ha sido la discreta conquista de la quietud y el cuerpo, “Mi viaje no lo puedo explicar. Yo no he estado en ningún sitio”. Y para sí, como una inconfesable evidencia, suscribirá las palabras del innominado personaje de Antonio Di Benedetto, ese otro “hacedor de silencios”: “De día pensé que me faltaba, hasta en el sueño, dones o ambición de héroe”.
BIBLIOGRAFÍA
¡Eh,
petrel! (1974)
Viaje
a pie (1986)