autores vascos en castellano

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Alberto schommer (Gabriel Celaya – Máscaras, 1985)


Después se produjeron nuevas absorciones.

¿Quién no sintió que en lugar de buscar
era devorado por un centro escondido?

Gabriel Celaya

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Emilio Varela Froján (San Sebastián, 1965)



 
Poemas del lado en sombra de la ciudad 
(Emilio Varela Froján: Cartografía del mundo menor)

Los antiguos llamaban al hombre un mundo menor, designación justa, porque está compuesto de tierra, agua, aire y fuego como el cuerpo terrestre, y a él se asemeja. 
                                                               Leonardo da Vinci

He preferido la oscuridad, que en un tiempo ya pasado descubrí como penumbra salvadora, que andar errante, sola, perdida, en los infiernos de la luz. 
                                                                María Zambrano


       
Paisaje nocturno. Técnica mixta sobre lienzo. 92 x 72,5 centímetros (1996)

           Acróbatas II
                                   Acróbatas II
 
Señala María Zambrano en su lúcido estudio Filosofía y Poesía la rara ocasión en que poesía y pensamiento se traban en una sola forma expresiva, dada la gravedad con que ambos discursos enfrentan las dos mitades de un hombre. Una, nacida del asombro ante la inmediatez de las cosas del mundo y la violenta búsqueda de una palabra que lo salve en una unidad permanente y conciliadora; la otra, concreta e individual, enredada en el ya irremediable encuentro de lo presente, perdida en su número. Procura así el filósofo confeccionar un perfil a la medida del ser, permanecer indemne a su sombra, mientras el poeta, disperso, abriga la esperanza de un mundo sin límite y nombra con igual realidad las apariencias de todo y sus simulacros, cada cosa con su día y noche a cuestas. “El poeta –afirma Zambrano– saca de la humillación del no ser a lo que en él gime, saca de la nada a la nada misma y le da nombre y rostro”.
La obra poética y plástica de Emilio Varela (San Sebastián, 1965) responde a un monolítico proyecto constructivo que, bajo el título Mascara y Canto –título así mismo de su última exposición (sala Kutxa Boulevard, octubre de 2007)–, recoge junto a Las fuentes de arena (Iparragirre Saria 2002. Bermingham, 2003), cuatro libros inéditos.
Proyecto constructivo de una singular cartografía de la conciencia, animada por esta doble y agónica condición que señalara María Zambrano.
Si fuera posible distribuir los materiales de esta ambiciosa poética en un plano cartesiano, descubriríamos en su eje de ordenadas el desplazamiento vertical de una física que va de lo Natural a lo Real; de la luz detenida en los cuerpos, de la multiplicación del paisaje y sus imágenes, a la resolución de los contrarios por el Común pensar. Y en su parámetro horizontal, una política; el sabio gobierno del hombre que huye del símbolo en la ciudad y salva la palabra en los mudos desiertos.
Crecen así los valores positivos de la conciencia conforme asciende y gana en lúcida realidad. Crece así también el hombre cuanto más se aleja de la Ciudad y no atiende al luminoso clamor de las muchas voces de sus dioses.
Laboratorio experimental donde la palabra y la imagen adquieren la contundencia y rigurosa precisión de una herramienta estilizada hasta el mínimo necesario para no contaminar los productos de la lucidez y su enunciación. 

     
               Mesa con frutero (A Juan Gris).
                  Tinta sobre papel. 32x20 cms. 1997


       imagen Valera

Mecánica del ojo
Señalaba A. E. Brinckmann en relación a las concepciones expresivas de Leonardo que éstas no eran de orden filosófico, sino artísticas, por emanar de una observación minuciosa y exacta. “a Leonardo –apunta Brinckmann– no le preocuparon nunca problemas de índole religiosa o trascendente, puesto que al trascender el mundo visible se salían de su campo de interés… yo lo denominaría como “esencialista” en el sentido medieval del término, porque recoge el esse, el ser, y sobre todo la esencia que subyace a dicho ser. Leonardo nos ha legado la certeza de que el mundo es analizable con los ojos de la razón, sin mistificarlo por tanto…”.
Hay en los procedimientos poéticos de Emilio Varela un empeño similar por hacerse con esta “nitidez de la visión”, por afilar su percepción directa de lo Natural y desentrañar así el mundo en su concreción.
Las calibradas composiciones de Varela, de una frágil y hermosa proporción siempre, salvan un doble riesgo. La imagen, concisa y mínima, se resuelve con esa extraña contundencia de las revelaciones y nunca envenena el poema. En su huida de toda ornamentación arde a su paso el símbolo en todos los paisajes. Por la imagen salva cada poema su propensión a lo abstracto. Varela insufla cuerpo a todas esas formas etéreas de las cosas que la filosofía ha imaginado. El ser, la nada, precipitan, tocan tierra sin por ello olvidar su vuelo.
Es condición de la realidad mudar, huirse en las formas. Deja, sin embargo, tras cada desaparición, un extenso muestrario de escamas secas, cáscaras y sombras. Restan arenas, recuerdo del polvo en algún fondo, sólo la superficie fulminada de las cosas; el desierto al fin, que no es otra la ausencia que habitamos.
Cada poema guarda y expone los restos de estos animales huidos. Varela atiende al riguroso registro de estos bestiarios y certifica que si bien la realidad estuvo allí, lo sigue estando ahora. Confiere cuerpo a la ausencia, entidad propia a las sombras de las cosas, a sus maneras de no ser. Es realidad todo cuanto ahora vemos desierto. El resto, como siempre se nos ha asegurado, no es silencio, sino el ruido estridente del símbolo con el que el hombre lanza contra un muro sus señales; “la máscara y el canto” donde celebrar el límite de todo cuanto se dice es. Así, Varela ausculta los signos:

Huella
En el lugar que fue antes de la piedra
Arde el signo cóncavo de un sol negro.
La flor abierta sobre la arena calcinada
Recibe en su fondo el peso del sol de piedra.

Cada pieza es una atípica inversión fotográfica. Como si de las primeras tentativas de la daguerrotipia se tratara, mira a los cuerpos en negativo y recompone los juegos del ser con “los ritmos de la luz”. Así, el rostro de un hombre sólo se reconoce en su máscara, en ese volcado de la inasible realidad de los cuerpos sobre la materia de un molde; una impresión en la piedra. En el canto están inscritas las formas de la celebración, la estrategia del hombre para hacer significativa dicha huella.
Sólo sobre la expresión del Límite se hacen perceptibles las sombras. La materia no es sino una cuestión de grado entre la luz y la sombra, el mayor o menor acierto de sus nombres, su concreción y su realidad imaginada. “¡Cuánta diferencia – advertía Leonardo– entre imaginar la luz en el cerebro y verla efectivamente fuera de las tinieblas”.

A cierta distancia los objetos coinciden con sus nombres
alejándose son completas figuras de sombra
con más aire en los ojos se silencian
y van perdiendo peso y medida
hasta reposar en sí mismos
y en la palabra justa:
nada.

Tentativa para una veladura ya recogida en su propuesta de 2003 para una exposición en la Galería DV: “Fragmentos de la memoria DV/Diagramas Vacíos”.



Denham (a Ben Nicholson). Técnica mixta sobre papel. 60x20 cms. 1996

Mecánica de la palabra
En este laboratorio experimental los poemas son pequeñas composiciones estructurales, arquitecturas mínimas confeccionadas a partir de la combinación de formas elementales que encierran sin embargo la solución de lo monumental.
Su fuerza expresiva es la de un monólogo fragmentado en el que, tal como pretendía Paul Valéry, se busca fijar “la esencia del ser vivo, y la vida filosófica en la medida en que esta vida puede ser percibida por uno mismo, y expresada poéticamente”, “concebir en un mundo en el que no tengo órganos, mientras me muevo en otro en el que no veo”.
Llevado por ese mismo propósito de “hacer una mente, mientras los demás hacen libros”, de construir una voz “pura” a la que le ha sido extirpada toda imaginación literaria –literatura empírica, dirá Valéry–, ese hombre sin historia que es también Emilio Varela se muestra como un escritor en estado salvaje. Es su práctica poética una suerte de autopsia por la que confiere a los conceptos propios de la filosofía la luz viva y descarnada de las primeras intuiciones, del primer entendimiento.
El tono grave, cercano a la sentencia; la forma precisa y carente de ornamentación a que reduce la imagen; así como la identificación Logos-Physis que defienden –el poeta semeja un demiurgo asombrado de ver crecer el mundo en su mente–, hacen de estas composiciones enigmáticos fragmentos presocráticos. Sin duda recuerdan a la incandescente Razón común de Heráclito piezas como la que siguen:

El Pozo                                                                                         
Aun siendo el cielo de todos
Sin orillas que lo partan
Es único en lo profundo
Y se toma distinta luz de su fondo

Y al igual que el efesino, muchas de sus composiciones reproducen una misma figura en forma de hélice, un desplazamiento de sus elementos que, sin embargo, nunca es en el tiempo. El poema compone un estudiado equilibrio; recorre el espacio mínimo que va de un concepto a su contrario; se interroga cada elemento allí donde no es y encuentra en este leve distanciamiento y retorno restaurada su naturaleza.
Cada pieza muestra la traslación infinita de un péndulo que es el recorrido de un conocimiento resuelto entre contrarios. 

                                          
 Piedra de sol. Tinta sobre papel. 21,5 x 21 cms. 2001           

             
 Palacio. Tinta sobre papel 14,5x21 cms. 1997

Mecánica de la ciudad
Si es cierto, tal como asegura Valente, que la poesía es la palabra que no es de la ciudad, Varela y sus maestros en el silencio: Edmond Jabés, Bernard Nöel, Robeto Juarroz, están en lo cierto. Pues su fría palabra, se asegura, viene de las zonas en sombra de todo cuanto decimos conocer. De los desiertos, del mundo fulminado en sus formas, de las fuentes de arena “en la zona fría de la memoria”, allí donde las cenizas no olvidan los cuerpos que han sido. “Sobre el cuerpo de la palabra la luz medita la forma del silencio”.
En la Ciudad despierta el símbolo, se administra su accidente y catástrofe, se le confiere apariencia de necesidad para que no sepan los hombres qué contamina su pensamiento, inflama sus pasiones y los arroja y pierde en una promesa de feliz identidad. “Hay que impedir que las ideas tropiecen con las formas”.

Ídolo
La pobre piedra
quemada por el sol
con su pequeña sombra
mata la luz.

En la Ciudad viven los hombres al amparo consolador de la identificación de los nombres con las cosas, de esa visión ciega de una realidad sin transparencia sobre la que saltó el ojo de Leonardo.
¿Qué puede un cuerpo?, acaso se pregunte Valéry, “entre la lámpara y el sol”, mientras compone su particular cartografía de la conciencia en 25.000 páginas. También Leonardo, mientras sigue la huella de la nítida visión del mundo menor. Quizás, se lo pregunte también Oteiza en su propósito experimental para un cuerpo de ausencia, a pesar de saber que un hombre fracasa siempre en su tentativa de ser hombre, aunque le quede el consuelo de “acabarse como el ascua: en si misma, en su propia luz”. ¿Qué puede un cuerpo?, el propio Varela, mientras disecciona al Ser en el lado en sombra de las ciudades, “repletas de criaturas de nadie”.


      Las fuentes de arena  

 http://www.slideboom.com/presentations/496910/12-02-10--FUENTES-DE-ARENA


BIBLIOGRAFÍA

Máscara y Canto:

Las fuentes de arena (2003)
La nada. Los silencios
Las soledades reunidas
Los cantos de la nada
Máscara y Canto