… y esta discreta libertad... ¿para hacer qué?
Javier Salvago
Pablo Casares (San Sebastián, 1972) ha publicado recientemente Fingiré que estoy de paso (Ayuntamiento de Granada, 2006), libro galardonado con el Premio Internacional Javier Egea. Su obra se nos ofrece en las plaquettes de poesía Callejón sin salida (San Sebastián, 2003) y Madrugada (Asociación del Diente de Oro, Granada, 2004). También, el cuaderno de poesía Tiempo muerto (Ediciones del 4 de agosto, 2005). Sus poemas han sido recogidos a su vez en la antología Poemas para cruzar el desierto (Línea de Fuego, Oviedo, 2004).
La labor poética de Pablo Casares se resuelve en pequeñas partituras, una delgada banda sonora para cada ración de vida retratada. Cada espacio repetido y común, cada fracción de obvia realidad, precisa el auxilio de ese ritmo tibio y acompasado con el que se suceden estos fotogramas. Sólo después de la emulsión de los proyectores el instante se transforma en acontecimiento, todo gesto encuentra distinción, cualquier horizonte procura al ojo una instantánea, no hay puñado de arena que no diga una fracción de mundo, ni porción de mundo que al amparo de una música no se transfigure en paisaje, cualquier fugaz tránsito se torna huella.
Gershwin, Nina Simona, Jimmy Scott, John Coltrane, empujan, levantan, salvan momentáneamente la vida. El roer continuo del vinilo, sin embargo, nos recuerda a cuarenta y cinco revoluciones por minuto que el mundo ahí fuera es un animal que aún duerme en la árida digestión de nuestros días.
Cada una de estas instantáneas recoge una idea, una ácida reflexión que en ocasiones estilizan el poema, hasta adquirir la forma del enunciado o el aforismo donde precipita la rabia ante la uniforma y mansedumbre a la que obliga el tiempo, la amarga constatación de su insalvable capacidad de derribo.
UNA COLINA EN IOWA
Suena bien:
Un campo de trigo resplandeciendo
con toda la luz del mundo.
El cálido sonido de las espigas
mecidas por el viento.
Escindida del horizonte
una colina y en su cima una granja.
En el interior una mujer
haciendo café y por toda la casa ese olor
a pastel de manzana y canela.
En el cobertizo, junto a un viejo Ford,
un hombre acaricia un perro
Me acercaré.
Pediré que me alojen
por una noche.
Fingiré que estoy de paso.
Suena bien:
Un campo de trigo resplandeciendo
con toda la luz del mundo.
El cálido sonido de las espigas
mecidas por el viento.
Escindida del horizonte
una colina y en su cima una granja.
En el interior una mujer
haciendo café y por toda la casa ese olor
a pastel de manzana y canela.
En el cobertizo, junto a un viejo Ford,
un hombre acaricia un perro
Me acercaré.
Pediré que me alojen
por una noche.
Fingiré que estoy de paso.
Compañía.
Los poemas de Pablo Casares están llenos de criaturas que aguardan una pequeña porción de prodigio asomados a otros cuerpos. Algo que perderemos pronto nos está esperando al otro lado de nosotros mismos. Ajenos a sus nombres propios, estos seres miran algo que desconocemos apostados en una ventana, en las empalizadas frente al mar, en las barras de los bares. En ocasiones despiertan en nuestra cama con todo el vértigo del tiempo futuro entre las piernas.
Los personajes de Pablo Casares están condenados a amar, y se entregan con resignada indolencia mientras aguardan alguna forma de indulto.
Estos poemas quieren entender de qué mimbres están hechos nuestros abrazos, que impostura, de repente, hace real el encuentro. Disecar el antes y el después, porque en medio no ha pasado nada, nunca pasa nada. Acaso sea eso lo que realmente somos, el lugar donde no estamos.
Mientras tanto, miramos sin contemplar, nos enredamos en ese terrible encanto de lo que no salva. No salva el otro, las ya conocidas palabras. No salva el hombre, no salvan sus gestos, no salva cuanto amamos. Administramos con prudente discreción el páramo en nuestras ciudades. Cualquier racimo de arena nos hará imaginadas presencias, espejismos para el asombro de cualquier otro perdido semejante. Músicas que apenas componen la figura de un hombre al otro lado.
En estos poemas cada encuentro inaugura una catástrofe, poesía de pequeños y anónimos derribos, voladuras tras las que “la vida comienza de nuevo a jadear”.
Pablo Casares escribe como si preguntara, y la incógnita que le persigue no es sino la que instaura siempre la compañía; su necesidad y, a cada empeño, renovado fracaso. Cada poema sigue el rastro de pequeños indicios con voluntad de presencia completa. Impresiones, huellas que dejamos olvidadas, que otros recogen con idéntica inconsciencia. Compañía, más allá de la trama amorosa a la que los personajes asisten como incrédulos testigos de sí mismos.
Los poemas de Casares podrían ser las crónicas íntimas de los locos de Felipe Alfau, aparecidos, fantasmas, existencias intermitentes que recorren sin descanso las mismas avenidas, fieramente aferrados a la inconsecuencia de sus huellas dactilares, componiendo una inasible comedia de gestos. “Personajes que –tal como asegura Alfau– tienen visiones de la vida real… sueñan realidad y luego se pierden.”
Apuntes del natural.
Todos los lugares en los que se detiene Pablo Casares guardan una historia que nunca se cuenta. Cuaderno de campo de habitaciones de hotel, de pasos de cebra, de este preciso instante en una colina en Iowa; algo ha pasado, algo pasa siempre, algo está pasando, mientras “una anciana descansa sobre la muleta, un niño escupe a una paloma, o una pareja se besa”: personajes atrapados en una instantánea, en una pálida secuencia con la emoción de todo cuanto ha extraviado su hondura.
Como en el buen cine, en los poemas de Casares, la realidad transcurre fuera de cuadro y, sin embargo, nunca oculta. La realidad retratada en estos versos está desprovista de mito, secuencias simples para una realidad nunca del todo nombrada. Lo sugerido, lo oculto en estas imágenes, transcurre con la elegante simplicidad de las elipsis.
En sus poemas el tiempo ya ha sido y ha dejado una impronta de secas imágenes, con toda esa extraña trascendencia de lo ido sin haber sido pronunciado. Las palabras poco o nada pueden, tal vez por ello Pablo Casares compone pequeñas piezas de baile, una coreografía que en vano pretende la audacia de una formulación geométrica. Maneras inconscientes que nos hablan de todos esos instantes en que no estamos.
En cada gesto que hacemos,
en los insignificantes actos
de todos los días,
existe una mágica geometría
que es la vida:
divisiones, sumas, restas
dan como resultado
infinitas variantes
para amarte entre incógnitas
y símbolos
de una ecuación
ya perdida en las sábanas de nuestras vidas.
Poeta de superficies, de realidades con su porción extirpada de mito a cuestas, esa que ya nos enseñara Carver. Nociones de la “mecánica de lo real”, a menudo devastadora: inercia y repetición en la que el tiempo se oculta. Comedia irónica de gestos que perpetúan a tientas su particular “genealogía del derrumbamiento”, tristezas sin causa, rutinario amor. Denuncia de la intermitencia en que vivimos, de nuestras tibias quejas para nada. Todo ello sobre un fondo que reproduce y homenajea las estampas de la cultura pop americana.
Pablo Casares se adscribe a lo que se ha dado en llamar la Línea Clara, a esa nómina de autores que conciben su mundo poético en tono menor, sin retórica, ese que lleva adherido a las suelas de sus zapatos Karmelo C. Iribarren, el que hondea un tanto estridente y exhibicionista Roger Wolfe, ese que mueve a Javier Salvago a declarar: “Yo no sé nada que tú ya no sepas, /que no nos puedan enseñar los años. /No hago juegos/de magia. /No deslumbro. /Hablo sin vanidad de mis asuntos. /(A lo sumo, acompaño)”. Lo que, en definitiva, Baroja llamó “la extraña poesía de las cosas vulgares”.
CON MÚSICA DE BLUES
(Alberto Mandoza)
Los libros de versos de Pablo Casares tienen mucho de álbumes de fotografías, unas fotografías, eso sí, clavadas, de estructura minimalista, pero hondas, como estampas hopperianas, y que van conformando un recorrido urbano-sentimental en el que todo tiene su lugar único, su porqué intransferible, desde lo más recalcitrantemente lírico –léase el amor en sus múltiples fases o estadíos, en sus claroscuros– a lo, sólo en apariencia, más prosaico. Son los suyos unos poemas que, manejando las palabras de todos los días, las que nos sirven para “sencillamente” vivir, resultan nuevos, frescos, vivos, y por ello mismo sorprendentes. Por las páginas de sus libros, entre sus versos, desfilan enamorados que no saben que lo están, borrachos de mala sombra, perdedores que siguen apostando al número que les llevó a la ruina, mujeres cuya mirada atrae desde la penumbra como el abismo... Seres, en fin, a la deriva en una ciudad que son todas las ciudades, porque es la ciudad que el corazón crea y recrea una y otra vez, triste, sinuosa y envolvente como un solo de blues, peligrosa también como un callejón sin salida en la madrugada.
BIBLIOGRAFÍA
Tiempo
muerto (2005)
Madrugada
(2004)
Callejón
sin salida (2003)
Fingiré
que estoy de paso (2006)
Notas
a pie de vida (2007)
Días
prestados (2009)
Quiénes
fuimos (2011)