autores vascos en castellano

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Alberto schommer (Gabriel Celaya – Máscaras, 1985)


Después se produjeron nuevas absorciones.

¿Quién no sintió que en lugar de buscar
era devorado por un centro escondido?

Gabriel Celaya

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Jaime Delclaux (Bilbao, 1912 - Albacete, 1937)












 



 






Poesía arbórea
(Blanco abrazo de Jaime Delclaux)

Yo le he ganado ya al mundo
mi mundo. La inmensidad
ajena de antes, es hoy
mi inmensidad.

                       Juan Ramón Jiménez

Sin aceleración y sin detenimiento,
como los astros, gire el hombre
alrededor de su propia obra.

                               Goethe


En su Introducción a la poesía española contemporánea, Luis Felipe Vivanco hace especial hincapié en la cesura que supuso el modernismo, esa desmesura de la imaginación, en el amaneramiento de la sentimentalidad romántica; paso decisivo que habría de arrebatar la palabra a los excesos de una fantasía evasiva y escasamente vital, para, con el tiempo, una vez limpia de efectismos simbolistas y demás artificios, hacerla nuevamente cómplice de ese territorio contrario a la fantasía, hacedor y fundador de realidad, al que pertenece la imaginación.

     Encuentro en la palabra emanada
De esa exigencia de la imaginación por fundar la forma de lo real, responde sin duda la trayectoria poética de Juan Ramón Jiménez; forma desnuda, e inmediata, vívida, íntima y existencial. Entraña en la que se reconocerá el joven Delclaux.
Junto a las lecturas que acompañaron su honda formación católica, Fray Luis de León, San Juan de la Cruz, y la influencia romántica de corte becqueriano, fue el encuentro en la persona y poesía de J.R.J., el que con mayor calado contribuyó al crecimiento de la palabra de Delclaux.
En ocasiones los encuentros semejan eclipses. Ambos poetas se reconocieron y hermanaron en la experiencia de una poesía que es ante todo emanación, emergencia de la hondura.
Para ambos, poetas arraigados en la sustancia, el poema no es ya un constructo artístico más o menos logrado, una arquitectura erigida desde y para el ingenio. El poema es algo que sucede, precipita desde la necesidad, posibilita y se une al conjunto de experiencias extáticas en las que en ocasiones se pierde todo hombre. Arquitectura, pero esta vez decantada, noticia del sedimento de que estamos hechos, y con el que son cimentados los estratos de todo paisaje, la Naturaleza que nos mira y en secreto aguarda ser dicha, su porción de palabra. El poema es hallazgo, no de la metáfora audaz, sino de ese último resorte con el que somos capaces de poner el mundo en movimiento y reconocernos en una mutua posesión.
¡Este encontrarse nítido
del rayo ardiente de nuestra alma,
con el rayo imprevisto estraño; y este ser
uno la rosa, (¡la explosión!), la estrella,
en el punto inhuible
en que se tocan los dos rayos vivos! (1)

Tal vez el conjunto de la naturaleza responda al movimiento de un solo cuerpo, tal como a una misma creciente la voz aislada de las mareas. La palabra emanada es intuición de la respiración de ese cuerpo que nos abre a la unidad y conformidad de todos sus gestos; esa pulsión que es el mundo en nosotros.
En este sentido la poesía de Delclaux como la de J.R.J. es entrega, conciencia, “estela de plata” que orada los contornos de todo; “palabra en soledad” que no se construye, progresa y se extiende desde el sueño y la contemplación como una planta trepadora, se dilata orgánicamente siguiendo y volviendo perceptible el rostro intimo del mundo, donde poesía y vida son una misma cosa.

…Y por allí me fui, gustando alegre
la divina novedad de los colores,
pero andando, he llegado
a las puras entrañas de la noche.
Y desde aquí te llamo, inquieto,
¿En dónde?- todo es bruma –
y tú, arquitecto de vientos,
te ríes otra vez, y me respondes:
¡En tu propia pregunta!

     Pulsión de la forma
Delclaux hace suyo ese camino recorrido por la obra poética de J.R.J., que lo lleva de la ensoñación a la contemplación; de la experiencia extática en la palabra emanada, a esa otra palabra esencial que hace del poema un ámbito consciente de sus propios procedimientos en la consecución de la belleza.

El alma estaba roja de impaciencias,
y el deseo, este obrero incansable,
tenía la absurda idea de la forma
única, y trabajaba inmutable.
Pero ella,
viento tibio de la tarde,
huía loca hacia la forma,
árbol, estrella, pájaro, del instante.
Buscando siempre la armonía
de los perfiles nuevos,
en la eterna niñez
que hace al minuto viejo.
Y el deseo cansado se decía:
Si yo pudiera darle el cielo,
multiforme, que busca,
ella descansaría en su beso.
¡Este loco deseo siempre ha sido
tan soñador, que no le bastan
los alegres tesoros
de la inconstancia;
quiere unir lo mudable
a lo fijo. Milagro de nostalgias
en la fuga de las flores
y minutos del alma.
Y que nadie le diga
su imposible. Trinidad misteriosa
de la única armonía.

En esta búsqueda de lo que el propio Delclaux denominará “posesión de la belleza total”, y que pertenece al orden de una perfección inconquistable, intervienen dos pulsiones esenciales en las que se ha de resolver la labor poética. De un lado el espíritu, en continuo movimiento por lo bello; de otro, la forma, siempre múltiple y necesaria, por la que el espíritu nunca se amansa. La íntima escucha a la que obedece el proceso creativo, esa imperfecta tentativa de depuración, está siempre sometida a un movimiento continuo, dolorosa transfiguración del instante, poesía en movimiento que el deseo alimenta en una irreparable multiplicación de fracasos.

     Poesía a la intemperie
Tal como ha señalado Antonio Elías, la obra poética de Jaime Delclaux se divide en dos vertientes temáticas y estéticas. Aquella que contempla la revisión poética de sus experiencias personales: anecdotarios de seducción, vivencia de Cristo, proximidad de la muerte, indagación del Yo. Temas todos ellos tratados con singular acento romántico, sin artificios ni desmesuras, lejos del juego verbal, con palabra precisa y nítida, en limpia y abierta unción, que recoge y reconcilia al lector en un sincero y hondo testimonio.
Otra expresa una pulsión de “cosas imprecisas”, y toma íntimo cuerpo la Naturaleza avivando su tentación de abismo y misterio, donde interviene una materia poética más pura, elaborada con motivos elementales. Palabra interiorizada, palabra fundante de una nueva realidad que no excluye lo real en su apariencia, sino que es su mismo misterio inaugurado. Palabra honda, abierta y vital, de la que J.R. Jiménez dijo: “Está palpitando misterio inmanente, es decir, son poesía de la que es imposible falsificar; tienen la emoción sencilla de lo alimentado con las raíces naturales del espíritu y reflejan en su ir corriente un espacio superior, con esas fugas de sonrisa y lágrima secretas, cruzadas con vuelo delicado por el ámbito de la vida.”

Como el mar un infinito deseo,
De besar todas las cosas,
y, como el mar, roturas del sentimiento,
puñaladas de unas rocas,
entre mis brazos abiertos.

Poesía de gran contundencia y desnudez, poesía desprovista de cedazos, pura sensación hablada, poesía que asciende, arbórea, conquista la inteligencia y la desgrana. Jaime Delclaux es un poeta a la intemperie; atento a los indicios, a la vital inmediatez del instante, a la ensoñación por la que nos son perceptibles las hebras con que lo real trama sus evidencias; entregado al “cuidadoso cultivo – por los cinco incansables sentidos – de la pradera interior”; lejos de las tentativas modernistas por embellecer “las sensaciones en toda su primitiva pureza”.
Estamos ante una poesía que si bien presenta cierta inclinación a la retórica, esta se desenvuelve sin estridencias, con equilibrio y acierto; riqueza de imágenes, sencillez sintáctica, y léxico despojado de toda afectación. Palabra nutrida de elementos simples para dar cumplida cuenta de la complejidad de sus ramificaciones, el blanco temblor en que se abraza y precipita todo cuanto se nos asegura es real. Palabra sin lastres, poesía ingrávida.

Ahora todos descansamos
en el místico conjuro de nuestro amor plateado
que duerme en su cuna de algas
su inefable sueño blanco.




BIBLIOGRAFÍA

Poesías
Baladitas de cristal
Estrellas enterradas
Poesías: Antología (1943)






(1) “Fuegos”; Unidad (1916-23); J.R. Jiménez. Seix Barral, 1999. Pág. 75.