autores vascos en castellano

autores vascos en castellano
Alberto schommer (Gabriel Celaya – Máscaras, 1985)


Después se produjeron nuevas absorciones.

¿Quién no sintió que en lugar de buscar
era devorado por un centro escondido?

Gabriel Celaya

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Jorge G. Aranguren (San Sebastián, 1938)


 
 Poesía sin retorno 
   (Las perdidas Islas de Jorge G. Aranguren)


Las aves serán la tarde, el regreso, el día otra vez.
Pero, ¿quién, árbol o río, podrá guardar la vida de ahora?
                                                                    L. Chariarse 


   Transita el quehacer poético de Jorge G. Aranguren (San Sebastián, 1938) al dictado de una doble pulsión. De un lado el rigor, el cuidado obsesivo de los acentos y los ritmos, la estructura elaborada con prudencia y celo de orfebre, de libros como Largo regreso a Itaca, Vivir con Proserpina, De fuegos, tigres, ríos, o Doce para un fagot que comprenden su creación entre 1972 y 1978, hasta desembocar en la densidad temática y formal, el irracionalismo barroco de Las frías manos del buzo (1985). Irracionalismo que también vertebra las páginas de un poemario del mismo año Devolvedle la lentilla al cíclope, si bien con tonos menores, al que se suman libros como Itinerario ocioso (1978) y Una cuarta persona (el libro de Amarillo), editada en 1983. Todos ellos incluidos en la edición que realizó Félix Maraña en 1989 para la Universidad del País Vasco, dentro de la colección “Poesía Vasca, Hoy”, con el título Fuego lento. El conjunto de la obra fue traducido al euskera (Gar mantsoa), por Felipe Juaristi.
   Los poemas de esta segunda serie responden a un impulso instintivo que admite con desahogo el requiebro verbal, el juego amable aparentemente inocuo, la ocurrencia, y la máxima breve, en ocasiones de gran calado. Se trata de una poesía menos narrativa, liberada de los rigores de la forma, que ahonda en el sentido inmediato de las realidades que el poeta encuentra a su paso; labor de campo, tal como el propio autor asume esta nueva tentativa. Poesía arqueológica que viene a ser la conclusión lógica de un empeño que recorre toda la obra de Jorge G. Aranguren, por el que los distintos tonos formales dan cuenta de un proceso minucioso de recolecta y provisión de mundos pequeños, territorios privados, cosas quietas donde apaciguar la memoria al abrigo de los haces domésticos de los pabilos. Hay mucho de recogimiento orante entre estos seres diseminados por los rincones y tarimas de los templos en que Aranguren ha ido transformando sus hogares.
   La poesía de Jorge G. Aranguren es un inventario de excedentes, donde tan importante como el número y carácter de las realidades almacenadas, así como sus lugares, los silos de su descanso triste donde prestarles devoción, lo es el fatigoso gesto de su cobranza, la manera en que se arrebata al tiempo una fracción de mundo habitable.
   La horizontalidad de los poemas pertenecientes a ese primer ciclo de rigor constructivo y elaboración formal, su respiración cadenciosa y larga, responde a ese reptar de la memoria haciendo acopio del tiempo vivido: La luz desvencijada de nuestra compañía, los ruidos familiares, las voces como fósforos, retazos de calor, las bufandas que se dejan aprehender entre las ramas de un bosque que espía nuestro amor, las frutas sin color, colchas de nudos gruesos, azufrosos manteles, corredores alumbrados con cinc en las tormentas.

esas cosas
imprescindibles y comunes
trozos de vida   astillas
fuegos fugaces   estos mismos
granos de fina arena
quemándome
los dedos...(1)

   Este empeño de impenitente coleccionista recuerda, tanto en la esmerada enumeración como en el sentido último de las piezas y fragmentos acumulados, tal vez a pesar del propio autor, el proceder de algunos novísimos. Tal es el caso de Carlos Álvarez en su ingente Museo de cera o de algunos poemas de Félix de Azúa. En cualquier caso el universo de estos poetas consignaba, en un lenguaje culturalista y cerebral que nunca convenció a Aranguren, las claves de una voluntad mitificadora no exenta de ironía, actitud que sí despertó su interés, y que se hará patente en esas miniaturas que recorren los libros de tono menor. No obstante, el mundo del que Aranguren hace acopio responde a un mayor recogimiento, a una naturaleza doméstica y cotidiana, de dominios breves, en apariencia, insignificantes; basuras, arenas y ruinas, pecios de un naufragio, los llamará él, que se aviene mejor a la sencillez de compiladores como José Antonio Muñoz Rojas o el Edgar Lee Master de Spoon river, con quienes también comparte cierta predisposición a la prosa y a la expresión coloquial. Esta labor de provisión se lleva a cabo con timidez y pulcritud, sin aristas; la melancólica tarea de arrebatar al mundo fracciones significativas que podamos tornar perdurables se ejerce sin violencia. El gesto de Jorge G. Aranguren rara vez deja de ser cándido; todo en él recuerda la contabilidad ensimismada de los infantes atrincherados en los patios interiores de las casas; niños miedosos intercambiándose el inventario precario de sus álbumes incompletos, canicas, botones, tabas y huesos de sepia; esas constelaciones que sólo caben en los bolsillos, que conforman un mapa donde todo retorno se hace posible, fragmentos de mundo conocido, piezas sueltas que llevan impresos todos nuestros nombres.
   El mundo como amenaza, la naturaleza como intemperie ante la que guarecerse, la dialéctica Dentro-Fuera, son constantes en la obra poética de Aranguren. En este sentido cobra especial importancia la relación del autor con los elementos: la lluvia, el viento, el cielo, siempre raso y mudo, en cal viva, voracidad del horizonte, boquea el cielo bizco, cielo sin un nervio, sin un límite para dejar los ojos; el devenir implacable y repetido de las estaciones, que se asoman a nuestros reductos para confirmar lo que ya sospechábamos: Aquí ya no queda nadie. Aranguren se guarda de reproducir una imagen piadosa de la naturaleza, y se apresta a erigir un ámbito restringido, un reducto amable donde vivir aún sea posible, un hueco donde yacer al abrigo de retales de tiempo perenne: gestos, luces de alcoba, polvo suspendido en la respiración de los haces, pequeños organismos, animales domésticos, indicios como imagos, instantes que reptan lentos como anélidos mientras nos demoramos llevando la contabilidad rigurosa de los anillos que vertebran sus cuerpos. Todo ello conforma un dominio que le pertenece plenamente. En él, Jorge G. Aranguren deposita la esperanza de vislumbrar el temblor renovado de las otras vidas, las huellas de los cuerpos que le acompañaron.

sólo quiero que me dejen tranquilo
mirando aquellas cosas que se me van apareciendo
con un fulgor
aceitoso, como de sol de medianoche: las cosas apacibles
sin excesiva nitidez ni voluntad de fijeza;
… en el declive del día.
Fingiéndose milochas
vuelan por el aire desalmado,
Y no quisiera desabrirme
con éstas: entidades benevolentes
que van surgiendo de sus ruinas tan dulces,
de sus propias sombras declinadas. (2)

   Los lagares de toda esta provisión están expuestos a un doble deterioro, tanto la oscuridad como la luz sin criba corrompen la paz almacenada. Por ello las particulares estancias que Aranguren habita están impregnadas por haces tenues, pálidas emulsiones, luz doméstica de velas y aceites, que tal vez pretendan sustraer el número de las cosas a la sed del tiempo, conformar a partir de cada objeto la memoria amable de lo vivido, un hueco escarbado a la oscuridad. La luz es el cuenco de dos manos juntas prensando la arena del mundo. En esta arena, elemento recurrente en el imaginario de Aranguren, buscamos el rastro de una matriz que salve la intemperie; ante el mar y los cielos que crecen, se descompone el mundo en partículas apenas aprehensibles.
   Tal como acertara a ver Félix Maraña en un estudio acerca del autor, la atmósfera de estos espacios interiores, anverso de la luz del mundo, guarda especial consonancia con aquellos otros que ensayara, con pulso expresionista, el singular pintor Carlos Sanz. Espacios carentes de extensión, territorios acotados donde depositar el amor extraño y huidizo de los objetos; elocuentes estancias donde lo humano a duras penas reconoce a lo humano. (3)
   Si bien uno asiste desde fuera a la vida en los cuadros de Bacon o Munch, como si pegara la frente contra el cristal de un acuario, asombrándose de la evolución de sus personajes, reconociendo posturas y objetos que aun siendo comunes nunca tiene por propias (todos sabemos que no es posible habitar por mucho tiempo el horror), las estancias silenciosas de Carlos Sanz, como los espacios apaciguados de Chirico y Beckett, pueden ser transitadas con el sereno espanto de quien sabe traspuestas, al fin, todas las esclusas de los acuarios.
   Tal vez no sea otra cosa lo que confiere belleza a estos paisajes íntimos: el silencio cómplice. Ningún objeto en las pinturas de Sanz nos es indiferente: adivinamos medio paraguas, y enseguida conocemos algo de aquel que cada día lo ahorca más allá de los límites del cuadro; una forma espía tras una puerta, y tenemos la sospecha de que en ella ha prendido parte de nosotros que también atisbamos las mismas estancias devastadas: una mano se aferra al césped, y sólo entonces sentimos que nuestro cuerpo ha tropezado. Aseguramos estar viendo la esquina de la cabecera de una cama, los restos de los sudarios, aun sabiendo que somos nosotros los que cada noche dormimos en ella.
 La pintura de Carlos Sanz, como los versos de Jorge G. Aranguren, es la crónica de los espacios que tenemos a la espalda. Uno no va a su encuentro, simplemente los descubre atónito nada más girarse.
   La necesidad de refugio traspasa los espacios conocidos, se hace extensible al paisaje en aquellos poemas de tonos más esperanzados, donde el poeta cree poder ver restituida cierta imagen del paraíso. El mar, una vereda de rastros nítidos que nos devuelve sin extravíos a las islas. El cielo, caverna y útero definitivo, donde no haber nacido nunca a este reducto de criaturas que el tiempo olvida, a tantas cosas amadas que aventamos neciamente.
   Hay en Jorge G. Aranguren un continuo lamento por constatar a cada paso o sosegada contemplación la ineludible realidad del mundo; ese río, tigre y fuego de Borges cuya naturaleza difícilmente asumimos, a pesar de compartir con estas potencias inconstantes una misma sustancia temporal. Transcurso, devenir, cambio, infatigable muda en que demoramos el vivir, movimiento continuo que nos aleja de esa quimérica tentativa de vernos cumplidos en la majestuosa indiferencia de los seres inmóviles.
La sustancia de la que está hecho Aranguren, es el regreso; la recuperación de los espacios de la memoria. Itaca son todas esas estancias en las que alguna vez se ha recluido, todas Aquellas casas ya irrecuperables, matrices a resguardo del tiempo. La respiración larga de sus versos compone cierta cadencia del desaliento, el rigor sereno del desánimo. En cada uno de sus libros se recogen poemas que reproducen el sentir del viaje de grandes hombres expuestos al desamor de una quimera: Lope de Aguirre, rendido a la desesperanza, ajeno al pulso de las selvas; Ulises sin retorno, ciego por la luz de lo que afuera repta sin desmayo, incapaz de despertar al dios de los regresos; Heráclito, con su sonrisa afligida, un tanto incrédulo ante su creciente barba.
No hay retorno posible a las islas para Jorge G. Aranguren; desespera el recolector de arenas, el mundo se disipa en minúsculos aluviones entre los dedos; rompe en estampida, contra la luz que asciende, los ámbitos de ruinas, tanta ternura almacenada; lo que afuera crece se alimenta con la tímida respiración doméstica de nuestros reductos; la memoria es un agua quieta, cultivo de limos y légamos movedizos, un abismo orante donde desaparecer sin huella. Ninguno de esos animales que parecían amarnos lentamente nos interroga; ya las criaturas de tarima olvidan nuestros nombres calcinados.
Al otro lado de las puertas que en vano custodian las estancias, nos aguarda la lluvia incesante, los cielos repetidos, la sed del astro ciego; el cíclope herido que nos busca a tientas para sorbernos el tiempo, para arrojarnos todas las piedras, a pesar de compartir con él un mismo desconcierto, idéntica devastación y extravío; ambos absortos en la sonámbula llamada de las islas, tal como lo viera Raúl Deustua, uno de los postsurrealistas peruanos que tanto han influido en la obra de Aranguren. Ulises y Polifemo aquejados de un mismo glaucoma, asimilados a una misma intemperie; confinados al fin en el último arrecife, cuyos rastros adivina Carlos Rojas en un poema de Carlos Aurtenetxe titulado El Edicto de Nantes:

otro año de desapariciones y cosechas
Recientemente he conseguido al fin
con una destacada claridad
no recordar el nombre de las calles     de los rostros
de ciudades enteras
de siglos enteros por venir
millones de huellas de pisadas intactas
inalcanzables
río arriba
entre la mar y el cielo
He aprendido la noche
solo
como un animal herido en la montaña
lamiéndose la muerte
bajo la lluvia (4)

Vencidos los años, acude Aranguren a Aquellas casas que una vez satisficieron su necesidad de regazo. Como un hombre rendido al capricho del mal de Diógenes, repasa su almario, el número de los afectos a resguardo. Aquellas casas, refugios para que las cosas, desde su incurable soledad, pudieran quejarse, exhiben ahora sus espacios mudos.
Parafraseando a Baudelaire, Jorge G. Aranguren acecha sin fé el sueño del dios de Ulises:

En esta selva de las palabras nos hemos ido perdiendo 

los niños tontos, en el claro del bosque.

Con el farol en la mano
merma nuestro pabilo, se nos achica, se ofusca.
¿Aún queda tiempo de volver? (5)

Proserpina sigue alentando la generación compulsiva de la naturaleza y nuestra crédula esperanza, en cada resurrección de la yerba. No obstante, a estas alturas, Aranguren no ignora que todos los dioses albergan su porción de sombra. Tal vez atenace a esta fecunda diosa romana el recuerdo de su doble griega, y le duela tanta vida incosciente en las últimas horas, cuando al fin expiran los haces domésticos, tal como desde los tiempos de su rapto Perséfone tras las puertas del purgatorio.

Si es cierto que el infierno
son los demás,
voy a crearme un cielo restringido,
para mí sólo, donde consiga guarecerme.
Tendrá las dimensiones de un ataúd. (6)
     

            


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BIBLIOGRAFÍA



La vida nos sujeta (1968-1970)

Largo regreso a Itaca (1972-1973)

Vivir con Proserpina (1972-1973)

De fuegos, tigres, ríos (1975-1976)

Doce para un fagot (1977-1978)

Itinerario ocioso (1978)

Una cuarta persona (1878-1981)

Las frías manos del buzo (1985)

Devolvedle la lentilla al cíclope (1986-1987)

Fuego lento: antología poética (1968-1988)

Aquellas casas (2003)

Qué perezosos pies (2007)

Moneda suelta (2012)

(1) La Spiaggia; De fuegos, tigres, ríos (1975-72), de Jorge G. Aranguren; [Universidad del País Vasco], Colección “Poesía vasca, hoy”, núm. 1º, San Sebastián, 1986; 551 páginas.
 (2) Devolvedle la lentilla al cíclope (1986-1987); Pág. 409.
(3) El universo poético de Jorge G. Aranguren; Félix Maraña; revista Muga (1990).
(4) Los cormoranes, de Carlos Aurtenetxe; [Bermingham Edit.], Colección “Cuerpo del aire”, núm. 1º, San Sebastián, 2002; 62 páginas.
 (5) (VIII) Calle de Echaide; Aquellas casas, de Jorge G. Aranguren; [Orientación Norte], Olerti etxea, núm.8 Zarautz, 2003; 65 páginas.
 (6) Devolvedle la lentilla al Cíclope (1986-1987); Pág. 483.