autores vascos en castellano

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Alberto schommer (Gabriel Celaya – Máscaras, 1985)


Después se produjeron nuevas absorciones.

¿Quién no sintió que en lugar de buscar
era devorado por un centro escondido?

Gabriel Celaya

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Carlos Aurtenetxe (San Sebastián, 1942)

 
 Poesía abisal
  (Las manos sumergidas de Carlos Aurtenetxe)

  
No hay naturaleza para ninguna de las cosas mortales  
                                                            Empédocles

¡Tristes de nosotros que llevamos el alma vestida¡
                                                         Alberto Caeiro

Una característica fundamental vertebra el conjunto de la obra poética y narrativa de Carlos Aurtenetxe (San Sebastián, 1942), la facultad hipnótica de sus composiciones; estructuras que reproducen una maquinal e instintiva respiración mental; piezas donde el asunto esporádico, aun siendo relevante, ocupa un segundo plano frente al discurso total de la obra. En este sentido, también los aspectos formales están supeditados a esta pulsión intuitiva donde prima la revelación y el arrebato, si bien siempre de forma sobria y contenida; un dolor sereno, domesticado a fuerza de insomnios.
Cada poema compone una tentativa de lucidez; piezas sueltas, que no fragmentos, de gran simbolismo, que se ensamblan a modo de mosaico componiendo un firme edificio unitario. La sentencia precisa, la repetición de estructuras gramaticales y conceptos, la enumeración vertiginosa como en un mantra, la negación, la condición abisal de las imágenes utilizadas, hacen de la sucesión de estos pedazos de conciencia, mundo subterráneo, arquitectura sumergida, donde queda expresado el carácter infrarracional de la realidad.
Aurtenetxe es un poeta elíptico; desde sus primeros libros: Pieza del templo, Caja de silencio, Figuras en el friso, o Las edades de la noche, hasta Memoria del agua, se da cuenta de las obsesiones y maneras sobre las que reincide un autor con voluntad de arqueólogo, componiendo los matices de una inflexible e implacable mitología.
Una prolija entrega compositiva, formada por veintiún libros, bajo el título Palabra perdida (1977-1989), fue publicada por la Universidad del País Vasco en 1990, con la dirección editorial de Félix Maraña, para la colección “Poesía Vasca, hoy”. Algunos de estos libros, Gauaren haroak, Itxaso hutsal bateko, Hanka etengabea, Harrizko ahotsak, fueron traducidos al euskera por Pello Zabaleta, Felipe Juaristi y Joseba Barriola. En el volumen se compila a su vez la parte nada desdeñable de la poesía que Aurtenetxe ha escrito en francés, su otra lengua de creación, materiales que dan cuenta de un importante tramo de su poética, si bien Aurtenetxe ha seguido escribiendo, como lo prueba su poemario Los cormoranes (2002), y algún que otro libro escrito desde entonces.

Poética del Silencio
Afirmar que en Carlos Aurtenetxe prende la mejor tradición existencialista no dejaría de ser un reduccionismo. Convendría matizar que a esta herencia responde mejor el tono elegiaco de muchos de sus poemas que el precipitado filosófico que los impregna. Inmoderado dolor del mundo, como dirá el propio autor, pero al servicio de una férrea y singular arquitectura. También rastros de las poéticas del vació en sus versos, si bien sus composiciones se alejan ostensiblemente de cierta depuración. Los poemas de Aurtenetxe son de un extraño barroco limpio, sin ornamentos sensitivos, pero también sin licencias conceptuales, ni imágenes afables. El silencio no es el paisaje despojado que es preciso reproducir, los vestigios de un páramo antiguo al que urja retornar. Para Aurtenetxe el silencio está donde estuvo siempre, en la noche, el mar, el regreso callado de las aves, el fondo de los océanos, las invertebradas medusas que lo delimitan, o el rumiar de incoloros lepidópteros, componiendo ese último estrato donde apuntala sus terrores la razón instrumental de los templos.

Todos los ojos se durmieron en el mar
ahogadamente.
Desfilan los huesos de agua y salvación
por las edades de la noche.(1)

En estos segmentos poéticos el silencio se hace arma, instrumento con el que desenmascarar la fraudulenta trama de los nombres, el forzado mundo convenido, los puentes para nada. El silencio tiene que ser restituido éticamente, la estética demanda el grito, la repulsa, el privado reducto de la voz diciendo a los otros, incendiando sus espacios compartidos. En la palabra certera de Aurtenetxe la violencia nunca es gratuita ni estéril; por el contrario se debate imbuida de un fuerte sentido trascendente: La poesía nace de la vida y la rebasa. En este sentido Fernando Aramburu concluye en el prólogo a la edición de Palabra perdida: ...tentativa lúcida de perseverar y rebelarse, una pugna constante desde el interior de la catástrofe, exenta de elementos autobiográficos, a favor de la dignidad humana por medio de imágenes, de música verbal y de un sustrato crítico sin concesiones.

Son injustificables los océanos
cuando nacemos de su locura.(2)

Aurtenetxe no describe el vacío, su actitud dista mucho de ser contemplativa. Nada hay en sus versos del pasmo callado de Hugo Mújica o el diálogo de José Ángel Valente con un elocuente y fecundo misterio, tampoco nada de esa respiración a una con la inasible Naturaleza que manifiesta el haiku y, sin embargo, cada una de sus incursiones reproducen la experiencia de cierto despojamiento, retornan a esa pulsión y vértigo que anida en los rincones de las palabras. Los poemas de Aurtenetxe narran los distintos episodios de esa ineficaz huida por la que el mundo construye su sentido atendiendo a su reflejo, conforma simulacros de espaldas a sus múltiples presencias.

Una tarde
descenderemos de la luz
con banales pretextos.
Haremos de nuestras enfermedades
hábitos de vida
ámbitos de triunfo
zonas de trabajo
y nuestros gestos se irán oscureciendo.
Ni los seres amados nos reconocerán.(3)

El logos poético de Carlos Aurtenetxe está firmemente asentado en la acción; importan los procesos, los mecanismos y engranajes con los que se erige lo real, contra los que es preciso defenderse sin adjetivos. Inercia en la que se afana el hombre como un obstinado Sísifo, condenado a construir e inventar el mundo, a interpretarlo convenientemente después, a descifrarlo para habitar sin riesgos el lenguaje de que está hecho. Todos somos ingenieros, ha sentenciado en alguna ocasión Aurtenetxe. Hábito forzoso el del hombre vagando y demorándose en la lógica triste de sus ingenios y prodigios, los edificios ciertos de su ineludible voluntad de ser.
En las manos de Aurtenetxe el silencio es herramienta con la que horadar la lógica del intrincado tejido bajo el que se guarecen los espacios que nos nombran, la razón de esa ciudad ontológica en la que tal como advertía Martín Santos, un hombre encuentra no sólo su determinación como persona y su razón de ser, sino también los impedimentos múltiples y los obstáculos invencibles que le impiden llegar a ser. Reducto donde el hombre puede sufrir o morir pero no perderse.(4)
Para Carlos Aurtenetxe toda forma acabada, cualquier conclusión, es un naufragio. Toda tentativa de ser, el infecundo inventario de nuestros rostros.

Desde los mínimos detalles del lecho de la Virreina
hasta la Cúpula de Niebla,
la Balaustrada Este de una ciudad abstracta
de fuego y olvido,
desde la belleza sepulcral de las colecciones
de dagas secretas
hasta las híbridas bóvedas de la Secretaría,
todo el Templo está compuesto de un solo material:
tiempo.
Estoy de pie,
quieto,
absolutamente solo
en el centro de la inmensa Sala Capitular.
Sé que a partir de ahora seré,
sin duda para siempre,
esta tenaz estatua hecha confusión.(5)

El silencio no es algo que convenga al fondo de lo real, a un supuesto segundo estrato; el mundo no tiene doble y carece de hondura, nada sucede bajo el hombre, donde no llegan mis ojos no cesa nada, no hay luces bajo la hierba de ningún país. Como ya advirtiera Alberto Caiero, las cosas no tienen significado: tienen existencia. Las cosas son el único sentido oculto de las cosas.(6)
En estos poemas el silencio alcanza entidad física; no es aquello que escuchamos detrás del estruendo de bielas, émbolos y brazos hidráulicos, componiendo el granito riguroso de las estatuas, la contabilidad perversa de sus huesos: es el rumor mismo de la manufactura, la estampida ensordecedora y paralizante de nuestras conciencias en esa infatigable labor intermitente de recomponer la precaria sillería de nuestros reductos.

...en silencio, inmensamente vivos
y mortales,
inmensamente solos,
esa otra naturaleza,
ese otro lado terrible de las cosas.(7)

El absurdo verosímil de las imágenes y simulacros del mundo germina en nuestros ojos, se filtra desde nuestra frente, son ellas el anverso de los hombres, su única piel cierta. Paisaje y hombre comulgan una misma sed; una misma fiebre les confiere pulso. En el imaginario de Aurtenetxe todo remite al hombre. Las aves sin regreso, cajas que contienen todo el movimiento y el descanso de las efigies, los hielos eternos en la frente, intermitentes descensos, el tenaz destejer de los océanos y las noches, la muerte de piedra de las estatuas, los seres encendidos, aquellos otros imperceptibles a los que inexplicablemente no alcanza la lluvia, todos los desembarcos, materiales de derribo, templos, palacios, pabellones, osarios, el agua bajo los siglos y los puentes, arquitecturas, mecánicas, ortopedia, el silencio de los hombres necesarios, la amenaza del viento.
Consideración aparte merecería la indagación de Carlos Aurtenetxe en otras poéticas del vacío, como nos ofrece en sus libros La casa del olvido(8) y La piedra acontecida(9), fruto del acercamiento, interpretación y diálogo del autor con la obra de los escultores Eduardo Chillida y Jorge Oteiza. A esto hay que añadir la desoladora mirada con la que el poeta se asoma a la obra de otro escultor vasco, Remigio Mendiburu, en el poemario Acanto ciego, de pronta edición. 

Poética de la presencia
Se adivina en los rumbos nocturnos, las veloces geologías de los seres decimales y las oscuras formas de Aurtenetxe algo del íntimo terror que atenaza aquella granja de animales imposibles del relato de Cortázar, donde aquellos dos hermanos, aquejados de profundos vértigos, apenas logran apaciguar ese caminar en círculos de las mancuspias adultas, allá fuera, contra las ventanas, sobre los tejados, en el interior de sus cabezas, mientras en vano se aferran cada noche a sus manuales neurológicos, tal vez con la esperanza de que la comprensión mitigue la ruina.(10)
Todo en esta singular mítica compone el mundo apagado de pequeños seres en el fondo de los pequeños surcos, montañas y valles. Pequeños seres en el fondo de sus pequeños surcos cerebrales, atendiendo solícitos a sus Fuerzas de conservación de la especie. Fuerzas de autodestrucción. Su utilización.(11)
En gran parte, la manera en que se articula esta oscura y compacta arquitectura, y del movimiento perpetuo que la acompaña, recuerda a los inquietantes grabados de Giovanni Battista Piranesi; precursor de las formas alegóricas con las que el romanticismo asumiría los aspectos sublimes de la ruina. En las abisales Carcieri d´invenzione asistimos al mundo reinventado después de su conclusión; inventario de interrumpidos arcos de herradura y arbotantes que nada soportan, tramos de escaleras suspendidos, galerías seccionadas, criptas, bóvedas sin firmamento, troneras selladas, cientos de poleas que nada dicen del trabajo de olvidados hombres, efigies sin memoria, sombras, vestigios humanos poblando las espirales de una hipertrófica colmena. El hombre sumido en su propia escisión. En este sentido habría que convenir con Antonio Gamoneda en que esta poesía está hecha de verdades temibles.
Sobre las pálidas superficies en que se debaten los figuras agónicas de Carlos Aurtenetxe, la luz filtrada por un tamiz perverso, el de las lógicas de una naturaleza confeccionada a la medida de los terrores del hombre. Se adivinan las contundentes alegorías de Giorgio Manganelli y Dino Buzzati; tiempo rendido al capricho de otras corrientes, mundo abiertamente sumergido, que tal vez convenga con algunas de las composiciones fotográficas de Robert Parke Harrison. Series como The earth elegies, Passges o Kingdom, donde los hombres se afanan por extender un manto de hierba sobre la tierra misma, coser sus precarias costuras o templar engranajes; ruedas dentadas que trabajan en la más inmediata superficie. Una estaca atraviesa la cabeza de un hombre y parte la tierra en dos; trece figuras de etiqueta avanzan en todas direcciones por una llanura sin límite fundando ciudades; una gran esfera de tierra como un planeta, apuntalada con un inconsistente andamiaje sobre la superficie terrestre, en cuya cima un hombre establece su ilusorio reino; un Sísifo contemporáneo hace girar por una pendiente el rodamiento gigantesco de una máquina de escribir, a su paso la tierra queda impresa, tatuada por las letras de un quimérico discurso.

...Una noche
sencillamente dejé de dormir.
Extraños artilugios articulados
de tierra y metal vienen del aire
se devoran.
Vuelven sin peso desde el mar luz y silencio
hacen distintas a las rocas.
No encontraremos nunca aquel camino imaginado
ardiendo bajo el hombre
por mucho que muriéramos.
No hay juventud bajo los siglos.
Solo un error variable.(12)
...Miro a través de siglos transparentes sin aire ni osamenta
hermosas medusas dulces crueles infinitas
inmensamente libres en un mar nocturno e irremediable.
De madrugada fabrico cadáveres de humo
vanos slogans de luz pedrerías que asombran
maquinarias de niños programados que amarán cosas grises
e inútiles.(13)

La exploración repetida de las obsesiones y constantes que arman el edificio poético de Carlos Aurtenetxe, lo ha llevado a una progresiva esencialización, a una renuncia del abigarrado magma de sus primeros libros; a poemas despojados de carne y sangre, como cecina prieta, advertirá el poeta Jorge G. Aranguren(14). Las enumeraciones resultan ahora más nítidas e incisivas, el alcance simbólico de cada verso más enigmático si cabe. Aquellas primeras aguas en las que, suspendido el verso, dejaba en prudente libertad cierto arrebato y furor, alcanzan en los Cormoranes (2002) la expresión de una ira sobria y seca.
A juicio de Caballero Bonald, “Los cormoranes es un gran libro. Independiente, inteligente, de sagaz engranaje entre la sensibilidad y la técnica, entre la experiencia y el lenguaje. Siento especialmente próxima esa manera tuya de usar las palabras para descubrir los enigmas que se agazapan detrás de la realidad. Cada poema rompe un sello, define una clave vital en ese sentido. “salto / pruebo a ser mi libro”. A partir de ese axioma, estaría hablando mucho y muy emocionadamente de tu poética.”
Así mismo Carlos Rojas se pronuncia contundente a la hora de valorar este último libro de Aurtenetxe: uno de los mejores de los últimos cincuenta años, donde el poeta ha encontrado la cúspide de su creación, sin haberse alcanzado a sí mismo. Aunque ahora pasase los próximos cuarenta años iterando estos dos últimos libros (La casa del olvido y Los cormoranes), como quemó Picaso casi cuatro decenios después del Guernica repitiéndose para saberse vivo o para descubrir su verdadero nombre, Carlos Aurtenetxe sería un singular y personalísimo poeta.
El antiguo enfrentamiento con las formas amenazadoras del paisaje, el viento, la lluvia, los hielos perpetuos en las estancias, deviene ahora, una vez denunciados sus procedimientos, incómoda complicidad; alejados de ilusorias comuniones, ambos se reconocen en una misma realidad devastada. El hombre tan sólo sabe habitar sus ingenios; la única ecuación posible para que el empeño persevere es ignorar convenientemente que sus construcciones, inventos y estrategias, todas esas formas de la palabra, fructifican de espaldas al silencio. El resultado es una poesía profundamente hiriente; la sátira como único reducto posible después de la lucidez, tal como lo entendieran Cioran o Alberto Caeiro.

Cubrir inmediatamente la mancha con una pasta
de maicena y agua fría.
Frotar con suavidad y ponerla al sol
para que al calentarse la maicena absorba la sangre.
Cepillar y, si es necesario, repetir la operación
indefinidamente,
hasta que el crimen ceda a la belleza,
como en toda sociedad civilizada.
Una vez perfectamente limpias las tapicerías del salón
asesinar de nuevo.(15)

Poesía agónica, arqueología trágica en la que la lucha de contrarios no deviene en síntesis alguna. El silencio no es un estadio consolador al otro lado del mundo, sino la condición que posibilita la lucha misma, el movimiento, la acción e inercia en que nos demoramos; la lógica perversa por la que después del advenimiento de los bárbaros vuelve a restituirse el rostro a las efigies.
La tentativa de Aurtenetxe se enmarca dentro de las poéticas del artificio. Importa afrontar una condición del hombre liberada de la idea de naturaleza; al decir de Cément Rosset, uno de los mayores obstáculos que aíslan al hombre en relación con lo real, al sustituir la simplicidad caótica de la existencia por la complicación ordenada de un mundo.(16)

Desbautizar al mundo,
sacrificar el nombre de todas las cosas
     para ganar su presencia.(17) 

El hombre no es la posibilidad de ningún ser acabado, ninguna entidad en potencia, tan sólo el juego y número de sus gestos, el artificio de las formas que adopta, la sucesión de sus simulacros. El hombre está abocado al acontecimiento, nada es sino accidente. Por ello Aurtenetxe introduce sus manos en esa deidad callada que es el mar, las aguas bajo las arquitecturas, el hielo de las edades de la noche, en las frentes de los seres decimales y los hombres, para que el viento, el humo de los osarios, el granito de todas las imágenes, no prenda en ellas; para no aprovecharse del mundo tal cual es, para no morir de un ataque de esperanza.






















Tratado de glosas de Carlos Aurtenetxe 
(Una visión sobre los escultores Chillida, Oteiza y Mendiburu)
 

La poesía hace sublime el silencio que la precede.
                                                       Carlos Aurtenetxe 

Con Acanto ciego (Molorrika itsu) –traducción a cargo de Pello Zabaleta–, comunión de dos constelaciones poéticas, la de las particulares voces de Carlos Aurtenetxe y el escultor Remigio Mendiburu, se completa un ciclo poético dedicado a los encuentros con el hombre y la obra de escultores vascos a la que se suman: Eduardo Chillida (La casa del olvido) y Jorge Oteiza (La piedra acontecida). Trilogía editada por Bermingham.
Acostumbrados como estamos a que el discurso estético lo detenten filólogos, historiadores y cronistas del arte, profesores de universidad, acaso pasamos por alto ese otro acercamiento más nítido y eficaz a través de lo que Eugenio Montale entendía como el trasfondo poético de todas las disciplinas estéticas.
Poco decimos con sólo advertir que un artista aborda en su obra el espacio, el vacío o el silencio, con sólo asomarnos a estas simas, tomar nota y registrar la lectura o la incursión en los inventarios académicos, si a este encuentro con la obra no lo asiste una auténtica y despojada actitud de expedicionario. Esa misma que impulsó la tentativa del autor a cuya obra asistimos.
La palabra de Aurtenetxe desciende, respira y pronuncia la raíz trágica que asiste a los distintos discursos de los tres escultores vascos. Así, este ciclo expedicionario en compañía de las obras de los tres artistas, no es sino la celebración de un descenso a la conciencia, que el autor asume como “la máxima forma de la tragedia”. Ese fondo de las cosas que rehuimos habitar. En última instancia “Decir lo que es”, “Decir el mundo antes de irnos”. Bajo las formas de lo irreparable, decirnos allí “donde las cosas habitan”.
En su conjunto, la trilogía está compuesta a la manera de los tratados de glosas. “Variaciones infinitas / para mano y lluvia”. Estudios que contemplan tres formas de tañer un cuerpo en silencio.
Variaciones o diferencias que no son tanto una música de las palabras, el ornamento de su sonoridad, como una rítmica disposición de imágenes secas, partículas de materia elemental, estilizadas hasta el concepto o la oración.
Los tratados de Carlos Aurtenetxe son una honda evocación del silencio, de esa promesa de la disolución que crece y vive al hombre. Como el pronto “advenimiento de Aldaon”, esa masa calcárea y cárstica que avanza hacia nosotros con el vientre crecido de grutas y erosiones. Silencios y vacíos, formas de la ausencia a las que el poema hace un cuerpo. “Aventura del aire / que avanza en la materia”.
El resultado es esta espiral, laberinto, poesía en corriente, cómplice de la huida del tiempo en los cuerpos, los rigores de los elementos, la devastación de una lluvia perpetua. Poesía que es trabajo en lo concreto, en la substancia, ardua tarea de abrir la realidad en canal, hacer habitable el páramo. Mientras tanto, en la superficie, las formas instauran con sus nombres su ancestral ceguera y nuestra fractura.
El discurrir laberíntico alterna con ocasionales detonaciones, golpes secos, afiladas composiciones que nos devuelven al Aurtenetxe más ácido y serenamente herido, ese que ya nos sorprendiera en Los cormoranes, y en donde con mayor determinación precipita la belleza cruel de esta voz.
Los tres tratados de glosas, en su generosa edición, hacen una gran presencia donde las distintas tentativas de la abstracción adquieren una contundente realidad matérica. El conjunto, el verso sublime y sostenido unido al impacto sobrio de las estampas originales de Chillida y Oteiza o los colages de Mendiburu, es precisamente esa invitación expedicionaria a la fisicidad de las formas del vacío y al silencioso flujo que atraviesa el proceso que las crea.
“Del lento movimiento de la nada en las manos / será la realidad / la transparente oscuridad de tu apariencia.”

 

BIBLIOGRAFÍA 

Pieza del templo (1977-1978)
Caja de silencio (1978)
Figuras en el friso (1978-1981)
Las edades de la noche (1979- 1981)
Los estuarios abandonados (1981)
Caballería de invierno (1982-1983)
De un vano mar (1982-1983)
Las cariátides (1983)
Canto desabitado (1983)
Desembarco (1983-1984)
Teoría del grito (1984)
Ikaitz (1985)
Melena de sangre (1985-1986)
Antigua casa (1985-1986)
L´oiseau profond (1985-1986)
Cifra (1986-1987)
La pierna initerrumpida (1987)
La cuchara de sombra (1987-1988)
Pain de la nuit (1987-1988)
Las voces de piedra 1987-1988)
Memoria del agua (1977-1989)
Palabra perdida: antología poética (1977-1989)
La Casa del Olvido (Eduardo chillida) (1999)
La Piedra Acontecida  (Jorge Oteiza) (1999)
Los cormoranes (2002) 
Acanto ciego (Remigio Mendiburu) (2006) 
Áspera llama (2012)    



(1) “Restos de Mansfield”; Figuras en el Friso (1979-81); Carlos Aurtenetxe; en Palabra perdida, Universidad del País Vasco, Colección “Poesía vasca, hoy”, núm. 2º, San Sebastián, 1990; pág 116.
(2) “Alguna voz inaudible”; Caja de Silencio (1978); pág. 65.
(3) “Una tarde descenderemos de la luz”; Caja de Silencio (1978); pág. 75.
(4) Tiempo de Silencio; Seix Barral; pág. 18-19.
(5) “Pieza del Templo”; Pieza del Templo (1977-78); Pág. 17.
(6) “El Guardador de Rebaños, XXXIX”; Fernando Pessoa; Poemas de Alberto Caeiro; Visor; pág. 105.
(7) “En el día de partida”; Desembarco (1983-84); en Palabra perdida, pág.403.
(8) La Casa del Olvido; [Bermingham Edit.], Colección “MAIOR”, núm. 1º, San Sebastián, 1999; 65 páginas.
(9) La Piedra Acontecida; [Bermingham Edit.], Colección “MAIOR”, núm. 2º, San Sebastián, 1999; 99 páginas.
(10) Cefalea; Bestiario; Alfaguara.
(11) Los Lemmings (Cuento); Carlos Aurtenetxe; revista KANTIL, núm. 9; San Sebastián, 1978.
(12) “Esta tristeza directa al labio”; Caja de silencio; pág. 53.
(13) “Yo no sé corregir esta tristeza”; Caja de Silencio; Pág. 71.
(14) “Dos poetas subversivos: Loly Campos Herrero y Carlos Aurtenetxe”; Jorge G. Aranguren; revista KANTIL, núm. 14; 1979.
(15) “Para quitar las manchas de sangre de las tapicerías”, Los cormoranes; pág. 43; [Bermingham Edit.], Colección “Cuerpo del aire”, núm. 1º, San Sebastián, 2002; 62 páginas.
(16) La Anti-Naturaleza; Taurus; pág. 9.
(17) Sexta Poesía Vertical; Roberto Juarroz, Emecé; pág. 329.