autores vascos en castellano

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Alberto schommer (Gabriel Celaya – Máscaras, 1985)


Después se produjeron nuevas absorciones.

¿Quién no sintió que en lugar de buscar
era devorado por un centro escondido?

Gabriel Celaya

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Javier Aguirre Gandarias (Bilbao, 1941)


 

Poesía de cámara 
(Los astros ciegos de Javier Aguirre Gandarias)

          Todo está lleno de dioses

                                 Tales de Mileto 

Y las cosas todas las timonea el rayo
                                       Heráclito

Es lugar común de distintas formas poéticas asumir la entidad independiente del sujeto frente al inventario de las cosas que quieren ser dichas. El sujeto poético puede sentirse extraño, distante, desbordado, agradecido incluso por el numero de la Naturaleza; sumido en la tentativa de la propia voz, o subyugado por el aliento de los otros; también todo cuanto se estima real puede reconvertirse en celebración, experiencia extática de cierto lugar al fin propio; pero lo cierto es que pocos poetas como Javier Aguirre Gandarias (Bilbao, 1941) son capaces de trastocar ese punto de vista por el que la mirada tiende a corregir el paisaje. En el mundo poético que nos ocupa no hay estratos de significación oculta, toda hondura remite a la superficie. El conjunto de las partículas elementales que parecen seguir su lógica al margen de los inútiles reductos del lenguaje, crece y abreva en este otro jardín que Gandarias ha sabido depurar, destilado a partir de la respiración simple de las cosas. En estos poemas mínimos todo es como en verdad hemos asumido siempre la realidad: extraño y comprensible.
Tras este empeño de atenta escucha y concreción, el inventario simple del mundo conocido nos es más propio; los objetos sueltos, las extremidades de una naturaleza básica, tan solo asimilada por la hondura de su apariencia, nos reconfortan en su compañía.
Tenemos noticia de la labor poética de Javier Aguirre Gandarias a través de rudimentarias ediciones artesanales, que por cuenta del autor salvo en contadas excepciones han ido viendo la luz en tirada restringidas desde 1977. Del bosque y del olvido, Sal despacio, Otra edad, por el que José Bergamín mostró su admiración, El día y la noche, Música del río (Editorial Pamiela; Pamplona, 1985), Como los loros como las nubes, unidos a otros poemas aparecidos en diversas revistas, comprenden el quehacer poético de Javier Aguirre Gandarias entre 1977 y 1991. Todos ellos incluidos en la edición que realizó Félix Maraña y Felipe Juaristi en 1991 para la Universidad del País Vasco, dentro de la colección “Poesía Vasca, Hoy”, con el título Soles. El conjunto de la obra fue traducido al euskara (Eguzkiak), por Inazio Mujika Iraola. Tres de los poemas contenidos en Como los loros como las nubes fueros vertidos a la misma lengua por Bernardo Atxaga. Otros de este mismo libro al francés y al gallego por Teresa Merino y Antón Avilés de Taramancos respectivamente.
Con posterioridad Gandarias ha continuado ese trabajo por el que a nadie rinde cuentas, de ir recolectando versos al margen de los programas editoriales. Las piedras (1993), Una calle blanca (1994), Arena (Editorial Pamiela; Pamplona, 1998), Por una manzana (2003), libros mínimos todos ellos donde continuar esa labor pequeña de ordenar la tierra grano a grano.
Señalaba Iñaki Ezquerra a propósito de la trayectoria poética de Gandarias, un progresivo “viaje de ida hacia el silencio” y una posterior “dilatación musical”, que tal vez tenga su punto de inflexión en Música del río. Se trata de un mismo deslumbramiento ante un horizonte siempre virgen, como de primer hombre que no ignora que también él es toda esa tierra que nunca terminará de abarcar; la misma alegre extrañeza ante lo común y cotidiano en el predecible reptar de los días y las estaciones, que apenas serán en el cómputo de los planetas. Transcurso y olvido en dos ciclos poéticos formalmente diferenciados, donde la gravedad y lamento progresivos de los concentrados poemas de sus cuatro primeros libros, se transforma en melódica y estilizada celebración. Liberada de cuerpo, estos poemas que son el atento rastreo de los pequeños indicios que nos den noticia del misterio, se tornan aéreos, fugazmente aprensibles como un éter en el que todas las partículas confundan sus nombres. El poeta es su mirada, y ahora el ojo parpadea como lo hace el pájaro, las flores, los astros, los bosques, las nubes, las ramas. El cosmos que Aguirre Gandarias contempla es un lugar que lo acompaña, que aguarda junto a él los tímidos indicios de eso OTRO en el anverso de todo cuanto existe.

No recogieron mayor la nube
Hilos de una lluvia que nunca llegaba
quiso augurar, con la fricción propia
de los jóvenes años, al conjunto de robledales y hayas
dispuestos a recibir cualquier
recóndita compensación
en la luminosa espera.(1)

Señales, síntomas, sospechas, confusa noticia de las sombras de las cosas, de ese extraño pulso de la naturaleza en la continua germinación y disolución de sus elementos. La poesía de Gandarias es un delgado y afilado buril concebido para perforar ese duro tegumento con el que la realidad se afianza en sus formas. Cada uno de estos poemas pretende asomarse a esa otra cara de las cosas; son en consecuencia una invitación a la disolución y el olvido de toda presencia, al “imprevisto fulgor que pasa.”, “al prodigio que caduca”, al simulacro en que se obstinan los objetos. “Miniatura infinita”, tal como señala Javier Irazoki en el prologo a la edición de Soles, donde adquiere cuerpo la máxima heideggeriana tan querida por Jorge Oteiza: “Crear es quitar”. “Anhelo de desposesión, afán de levedad que traspasa el flujo temático, hermana al poeta con el maestro Juan Larrea, y le hace escribir: y quítenme el suelo donde piso.”

Una mañana, al salir de casa,
después de haber visto una espuma
que entraba en el portal,
al abrir, los temblorosos
gallardetes, y el fantástico
movimiento, donde había calles,
con la brisa, de súbito
en el mar, en lo más alto de los barcos ver.(2)

 La poesía de Aguirre Gandarias tiene su epicentro en la imagen. Concentrados fotogramas que abarcan desde las maneras contemplativas del haiku a la precisión lacerante del aforismo. Reducto cercado, hórticus conclusus, para que, una vez más, la tuberculosis del joven Shiki prospere en las evoluciones del tamo.
 Luz percutida que en ocasiones recuerda los exquisitos pensamientos de Joseph Joubert, con quien comparte una misma propensión al verso limpio y aéreo; son recurrentes en ambos las sombras tenues, pequeños indicios de claridad. Otros recuerdan la plástica naturaleza de Jules Renard; en ambas miradas parecen abrevar parecidos bosques, astros y demás animales de establo.
Imágenes como golpes secos que hacen vibrar el cuerpo del poema, estampas anónimas que desconciertan por cuanto en ellas hay de real y cotidiano, anécdotas y momentos, precipitados fortuitos de la memoria; fulgores de vida ausente no exenta de ironía.
La abuela aguarda tras los hayedos con un tazón de leche”; “Otaola ha cerrado la farmacia, según reza un cartel”; “tres carpas saltan hasta los brazos del ictiólogo que se apoya en el pretil”; “Un ingeniero presuntuoso y una rubia Gordita que finge para él un edén de porcelana”. Todos ellos pequeños reductos, presentes innumerables, frágiles balbuceos con los que Gandarias se interroga acerca de la dudosa eficacia de ese instrumento romo con el que la memoria arma el tiempo vivido, y ante el que tan sólo nos resta el registro melancólico, la tímida esperanza de en algún instante haber visto.
El ejercicio de cada poema es un ensayo de incandescencia, fragmentos de luz sedimentada. Estas secas irradiaciones que diría Heráclito guardan la promesa de futuras pérdidas, mansos olvidos, la irreparable historia, su fiebre apenas; la resignada distancia en la que habitan los otros hombres, imposibles cómplices a pesar de ser también nuestras sus voces y gestos.

Montadas encima de los párpados, entre el rumor de la hierba
en sus olvidos gozosa, finas hormigas:
Inventariadme las tardes otra vez, las noches que colgaron
de los cerezos en pureza plena.
Tomad las cercas para siempre; esas delgadas que mantuvo la frente.(3)

Memoria de los hombres que no se pertenecen, que se saben tiempo devenido; junto a los renovados árboles, pájaros y ramas compone este pequeño jardín cercado donde el movimiento no precisa de la comprensión de ninguna mirada. Pese a la reincidente naturaleza aventada en estos versos, las composiciones de Gandarias adolecen de una melancólica falta de paisaje; ninguna predeterminada disposición del ojo la inventa. En este sentido todo cuanto en ellas pueda haber de bucólico es engañoso. Son muchos los ejemplos en los que esa labor por la que el poeta enumera y asigna un lugar a la naturaleza, es usurpada por esa misma naturaleza que nos vigila y observa desde un mismo desconcierto. Así gatos, árboles, cabras y astros tampoco pueden dejar de “mirarnos al pasar, humanamente”. Cómplices de una misma sensibilidad, hombre y naturaleza aguardan, desmitificados ambos, el temblor sabido de un indiferente demiurgo.
Los soles de Gandarias, bajo los que se complacen las acciones inconscientes de los hombres, no son cándidos astros propicios, sino testigos mudos, son todos esos ojos que tal vez quisieran interrogarnos tal como nosotros a ellos. Tras la lectura de estos poemas nos asalta una ineludible sospecha: Estamos aquí, donde tal vez hayamos estado siempre, habitando ese mismo pavor con el que la naturaleza pretende atisbar en nuestros cándidos gestos una señal. Como domésticos animales, “asomándonos a todas las tapias”, “atravesando selvas”, “hundiendo nuestro pico en la tierra”, sin poder evitar interrogarnos como autómatas. Estos astros tristes recorren en un fulgor su historia de gigantes rojas o enanas amarillas, rotan sobre nuestras órbitas y arden como fósforos, con inútil piedad, violentos y fugaces, antes y después de cada noche, alimentando la sed tenaz de los eclipses.
Los poemas de Gandarias reproducen un dolor amable. En estos transitorios remansos, una naturaleza temerosa nos invita a visitar su reducto, a participar de su confinamiento. Los bosques y todo cuanto contienen no son sino cómplices perversos. Sobre las extensiones que el ojo abarca crece la renovada espalda de las cosas, el anverso de todas las luces, “la espera del mismo hueso deslumbrado”, mientras “los bueyes pisan su sombra en los abrevaderos”.

El rápido centelleo de las flores
En la hierba, me hace sentir el misterio;
Y una veloz angustia que ellas mismas calman.(4)

El dolor que en otras poéticas es elevado a la vertiginosa altura de una angustia existencial o padecimiento moral del mundo, en los delicados artefactos articulados de Aguirre Gandarias, semejantes a concluyentes introducciones melódicas, adopta la atemperada forma del desdén. Una humillación doméstica, cotidiana, familiar, que es la sombra que ninguno de nuestros gestos puede ocultar; la puntual conclusión de los ciclos, de espaldas a los cuales ningún paisaje es posible. Dolor que no es sino la sustancia de todo movimiento ante el que el poeta antepone una resignación sólida, sin afectación, no exenta de cierto heroísmo.

Ya llegará quien llegue.
Yo estoy aquí
y espero
a quien me conceda el olvido:

me he de perder
si es el fuego,
me perderé
si es el mar... (5)

No existe ámbito que sólo tolere la luz, no hay cedazos de urdimbres tan estrechamente tramadas, capaces de desterrar los rigores de la noche. Las nubes imprimen su huida sobre las superficies, y ese estigma nunca es indeleble, asomados a los pozos damos cuenta del rostro del mundo. Cada objeto, cada hombre está adherido a OTRO que “respira y llama como en sueños, colgado a su espalda”.
Estas pequeñas píldoras, comprimidos de cabecera para insospechadas neuralgias, contienen en su aparentemente inocua composición los venenos y sus antídotos. Remedios, lenitivos para apaciguar nuestra ceguera, tal como alivian las estaciones propicias “a todas las cosas que en la tierra viven sujetas a un gran peso”.

Acaso un día
crezca la vida sin espanto.
No lo sabrás
porque quieta y sonora
y acabada de estrellas una noche
ha de callar el corazón.

Pero alguna vez el corazón fue justo.
Acaso algún día crezca la vida sin espanto.(6)
Arden, cantan los caballos, en su sol galopan,
vencen, tumban sobre la nieve a lobos;
defienden contra lo oscuro la luz fraterna
y destellan mansos, feroces.(7) 

                          


BIBLIOGRAFÍA

Del bosque y del olvido (1977)
Sal despacio (1980)
Otra edad (1982)
El día y la noche (1984)
Música del río (1985)
Como los loros como las nubes (1989)
Los pájaros (1991)
Soles: antología poética (1991)
Las piedras (1993)
Una calle blanca (1994)
Arena (1998)
Por una manzana (2003)
Sumar y restar: antología poética (1993-2007)
Nube y cuchara (2013)




(1) “Bosque”, Sal despacio (1980), Javier Aguirre Gandarias; en Soles, Universidad del País Vasco, Colección “Poesía vasca, hoy”, núm. 4º, San Sebastián, 1991; Pág. 69.
(2) “Ver el mar”, Las piedras (1993), Javier Aguirre Gandarias; en Los libros de la galleta (Baracaldo 1993); Pág. 22.
(3) ) “Hormigas”, Sal despacio (1980), Javier Aguirre Gandarias; en Soles, Universidad del País Vasco, Colección “Poesía vasca, hoy”, núm. 4º, San Sebastián, 1991; Pág. 67.
(4) ) “Flores, Fuente”, Otros poemas (1991); en Soles, Universidad del País Vasco, Colección “Poesía vasca, hoy”, núm. 4º, San Sebastián, 1991; Pág. 393.
(5) “Llegará”, Música del río (1985); en Soles, Universidad del País Vasco, Colección “Poesía vasca, hoy”, núm. 4º, San Sebastián, 1991; Pág. 215.
(6)Un día”, Música del río (1985); en Soles, Universidad del País Vasco, Colección “Poesía vasca, hoy”, núm. 4º, San Sebastián, 1991; Pág. 247.
(7) Arena (Editorial Pamiela; Pamplona, 1998). Pág. 89