Nada encuentro en la literatura que sea valioso simplemente por su cualidad profesional: la literatura sólo es valiosa en la medida de la pasión –la sangre y el músculo– de que está investida, la cual yace oculta y activa en ella.
Walt Whitman
La palabra, el más elocuente de los instrumentos arqueológicos, convoca orografías, estratos de los paisajes que han sido, los acota, escarba, enumera restos con febril voluntad de retorno. Ensambla las huellas y compone un tiempo que nunca existió, quieto al fin en el fondo de las urnas. Dice así, la palabra, con orgullo de sortilegio, haber conjurado las pérdidas, restaurado la heredad y abolido la distancia.
“Lo ficticio –advertía Michel Foucault– no se encuentra jamás en las cosas ni en los hombres, sino en la imposible verosimilitud de aquello que está entre ambos… Se sabía desde Mallarmé que la palabra es la inexistencia manifiesta de aquello que designa; ahora se sabe que el ser del lenguaje es la visible desaparición de aquel que habla.”
Los trabajos de Juan Gracia Armendáriz (Pamplona, 1965) con la palabra están inscritos en estos territorios de la invisibilidad. Áreas siempre físicas desde donde contemplar impotentes crecer la memoria, ese dialogo perverso que mantienen sin interrupción los hombres con los objetos, nombres propios y gestos que aseguran les pertenecen.
Regiones que se definen y acentúan progresivamente a lo largo de una producción literaria que cumple su tránsito desde lo lírico y conceptual, hasta una narrativa en secuencias. Ésta comprende: las herméticas composiciones de Como si al otro lado latiera (Poesía, Endimión, 1994), la prosa mínima y poética, instantes y “temblores” en Noticias de la frontera (Libertarias-Prodhufi, Madrid, 1994), los relatos de mayor narratividad de Queridos desconocidos (Premio a la creación literaria del Gobierno de Navarra, 1998) y las novelas Cazadores (Bilaketa, 2002), así como la recientemente galardonada con el “Premio Tiflos de novela” La línea Plimsoll.
Todo este trasvase de géneros esta constituido, sin embargo, por una contundente y armada literatura gestual: “el máximo de recursos expresivos en el mínimo espacio”, al servicio de una retórica limpia y sensitiva, y una música elemental por cuanto debe a un silencio consciente; la palabra de Gracia Armendáriz cumple la acción a golpe de gesto y elipsis. Una cuidada y medida puesta en escena fabrica las hábiles formas en que lo domestico pronuncia lo extraño.
“Más que a escribir artículos, novelas o poemas, uno en realidad a lo que aspira es a callarse, a lograr cierta cualidad que sólo el silencio otorga: una suerte de recogimiento que, en el fondo, no sería más que una forma elegante de ceder el paso a la realidad. Eso que a veces se logra intuir en la contemplación de una encina seca, el eco de un sonido más bien humilde o en la quietud de un objeto cotidiano. Nada sublime, algo más bien vulgar, tan próximo y tan lejano.”
Ahora que la literatura ya es sólo una simple y mansa criatura abandonada en el entretenimiento, que nada sabe de sus ascendentes las febriles mancuspias, esos otros animales imposibles de amansar en la cabeza, uno agradece la palabra viva y consciente, el texto nuevamente armado, indemne ante tanto hombre que habla.
La palabra de Gracia Armendáriz es seria, seca y conmovida, y nace de una exquisita intimidad con el lenguaje. La densa y cuidada concisión, el elegante cultismo en sus composiciones recupera la templada sentimentalidad de algunos Novísimos, pero sobre todo esa actitud que reduce la escritura al último de los gestos posibles, la afirmación desde “un acto de suplantación”. La vida literaria como necesaria impostura existencial.
La realidad
Gracia Armendáriz narra lo único que sabemos de forma cierta: impresiones intermitentes, concretas y dispersas, claramente cinceladas en relieve sobre una superficie de hechos que sólo suponemos. Sólo sabemos decir algo acerca del tejido que conforma la trama, el color cambiante, el grosor de la hebra, el material de que está hecha, nada o muy poco de la extraña figura que dejamos en nuestra historia.
Sabemos los gestos, la postura en que reposan los cuerpos, las maneras de sus intenciones, las manos que se abren, un índice que señala, un ojo cerrado, cómo estaban los objetos antes y después de la llegada de otros. En ocasiones recordamos, aunque desfigurado, algo de cuanto nos dijeron, pero sólo eso.
Las historias de cada pieza son relatos del ojo, de lo único claro y distinto: objetos, gestos, inventarios, indicios de alguna música que dejaron los cuerpos, espectros con sus nombres propios a cuestas en busca de nuevos o antiguos reconocimientos. El resto está fuera. Y “fuera la niebla simplemente se resiste ha abandonar un lugar que le es propio”.
Gracia Armendáriz examina la materia de que está hecho el tiempo en que desaparecemos.
Los trabajos de la memoria dicen la realidad que ya sólo puede ser imaginada. Así los gestos se resuelven compulsivos, inconscientes, nos traspasan para dejar en el otro una vaga impresión de nosotros mismos. Los nombres propios, comunes e impersonales, intentan en vano mitigar la sombra de un interrogante. Por último, los objetos, aún siempre idénticos a sí mismos, dejan un día de pertenecernos o simplemente se transforman en huellas.
Para Gracia Armendáriz el hombre no progresa ni avanza, sólo permanece en movimiento, desasido de la realidad. Fracasa toda tentativa para combatir el olvido. Se pierden los hombres en un vapor persistente. Crece el glaucoma en la edad y una trama anónima nos imagina con prudente recelo. “Gestos y actitudes que, como el distanciamiento, la media sonrisa o desviar oportunamente la mirada, nos salvaguardan de los abismos cotidianos…”
Gracia Armendáriz retrata a menudo la vida cotidiana y sonámbula entre jardines, herrumbres selváticas en las quintas, hojarascas irrumpiendo en las calles, la amenaza del olvido en los boques mientras persisten los trabajos de la memoria, dejando en ese otro que ya somos la impresión de un mirlo entre las ramas, sombras, una mancha violeta en la hierba de algo que ya no es un fruto.
La palabra
En estas composiciones, la escritura erige un pequeño tótem y deja quieto el mundo, lo vivido en silencio y al fin propio. La escritura es el trabajo de un reducto en un alto para vigilar la penumbra. Fabrica familiares y dóciles cadáveres; no reproduce los rostros de los que ya se han ido, no pretende restaurar, rescatar para revivir. Tan sólo suplantar el tiempo y sus erosiones por una palabra que se asemeje a un cuerpo, al espacio que ha dejado o a su fiebre.
Si ellas tomaran el tibio aliento de la palabra
y ésta no fuera un barro olvidadizo,
acaso dirían:
“es la piel la otra cara del agua
y hay voces templadas en la pérdida”.
Dirían, devolviendo un abrazo al viento:
“es el calor de un cuerpo lo más cercano a la música
y hay formas de vida como el lecho de un río
o como los cuadrantes que forma la luz
sobre el polvo de las cosas”.
Y luego, rodeadas por un olor a fuego apagado,
sesgando entre los dedos el más valioso lino:
“pero vuestro idioma tiene el sabor agridulce de la niebla”.
En alguna de sus conversaciones con Horace Traubel, retirado en Camden en los últimos años de su vida, insistía Walt Whitman en la necesidad de que la palabra profesional y estética no se convirtiera en una enfermedad por la que nos viéramos incapacitados para la vida. Reniega a menudo de la doctrinal y esotérica clase de los escritores, de su absurdo oficio para la confección de productos brillantes e ingeniosos. Se lamenta al ver una escritura privada de su mayor logro: la afirmación en los simples hechos. “No se trata –asegura Whitman– de agarrar al lenguaje por el cuello y obligarlo a producir hermosos resultados. Yo no quiero hermosos resultados. Quiero resultados, honestos resultados: expresión, expresión”.
Ante los simples hechos ya sólo imaginados por los trabajos de la memoria, ante “la radical intuición del mundo” repleto de inasibles presencias, la escritura devuelve al hombre a su inmediatez. Por la escritura cuidamos de nuestra sombra en un milimetrado e íntimo oficio de aparecido.
Así, M.A., el personaje suicida de Queridos desconocidos, encontrado en flagrante “impostura esteticista”, muerto en la bañera, “inclinado hacia el suelo, con medio torso fuera del agua… como en el cuadro de Marat asesinado de Louis David”, deja testimonio en un cuaderno de balances: “Tal vez por eso siento que el lenguaje me arrastra consigo y que el acto de escribir es un fenómeno para el que no sólo debo utilizar mi mente o mis recuerdos, cualquier forma de la inteligencia y el desengaño, sino también las manos, las piernas, la sangre y la piel se sienten implicados en él, como si entre el lenguaje y la carne existiera un vínculo más fuerte que las trampas del ingenio. Empiezo a descubrir ahora, qué ironía, que la escritura es un acto de afirmación”. “Ahora tengo la extravagante certeza de que las cosas no ocurrirán mientras no las traduzca a palabras”.
Ese gesto teatral que es toda escritura, ese “acto de suplantación” es otra “forma precaria y gozosa de conocimiento”, no exenta, sin embargo, de cierta honestidad, siempre y cuando diga lo cierto y nunca lo verdadero.
Equívoco es el deseo de la sombra.
Ignoro la grandeza de las ruinas,
su cadencia de seno despoblado,
la erosionada mímica de sus derrumbes.
Cultivo la morada de la niebla
como una costumbre o una respiración.
Decidme,
¿es acaso la sangre un disfraz del agua?
Se lamentan así los personajes de Armendáriz al constatar que los otros y ellos mismos no son la sustancia que mutuamente se prometieron, sino compleja y fugaz forma nunca idéntica a sí misma. Quedan los registros, censos, índices, señales administrativas para los excedentes de la memoria, indicios arqueológicos que ya no serán el regreso. Y esta espera, mientras se escribe como única tentativa existencial en la impostura, del improbable auxilio en el amor de los aparecidos.
BIBLIOGRAFÍA
Como si al otro lado latiera
(1994)
Noticias de la frontera
(1994),
Queridos desconocidos (
1998)
Cazadores (2002)
Gente
de libro (2006)
Cuentos
del Jíbaro (2007)
La
línea Plimsoll (2008)
Diario del hombre pálido
(2010)
Piel roja (2012)