autores vascos en castellano

autores vascos en castellano
Alberto schommer (Gabriel Celaya – Máscaras, 1985)


Después se produjeron nuevas absorciones.

¿Quién no sintió que en lugar de buscar
era devorado por un centro escondido?

Gabriel Celaya

Buscar

Pako Aristi (Urrestilla, 1963)


 

Poemas del mal de Wakefield
(Pako Aristi o el desaparecido)

Se asegura que hay hombres que valen por cien; yo jamás he conocido cien hombres que valgan por uno.
                                                                                                                                    Ludovico Ariosto
Pako Aristi (Urrestilla, 1963) forma parte de esa congregación de escritores para quienes los géneros son sólo derivas formales para el mejor o peor acomodo de sus reflexiones. De cualquiera de las formas literarias acostumbradas saben extraer y hacer vibrar su particular pulso poético. De todas ellas, bien sean artículos de prensa, novelas, poemas, cuentos, prosas poéticas, emerge insoluble una voz singular. Singular, no por lo que en ella pueda haber de rareza o esforzada experimentación, sino por lo que de persistente preservación de la autenticidad de un individuo percibimos en ella.
A propósito de esta singularidad tan devaluada en nuestros días, acerca de este “Humano radical” acierta a llamar la atención José Luis Padrón, traductor de Tres cuadernos y un destino (Bassarai, 2007), cuando destaca “el peso y contundencia de la palabra de Aristi, su profunda verdad y vitalidad, la conciencia alerta, el coraje de este libro inspirado e inspirador”.
“Aresti –afirma Padrón en el prólogo de Tres cuadernos y un destino– abre la herida de lo cotidiano y nos muestra las otras caras ocultas del mundo. Es entonces cuando el escritor llega a contracorriente a lo profundo del ser humano y propone otros sistemas de pensamiento con los que ilumina las zonas soterradas en la entraña de la sociedad actual”.
Es la prosa poética de Pako Aristi una llamada de atención acerca de las formas en que el hombre extravía el mundo. La limpia exposición de una conciencia por la que, al fin, no seremos los otros.

Tras los pasos de Baroja
De todos es conocida la saludable e irreductible desconfianza de don Pío en todo lo que al espíritu de las masas concierne, su denuncia del decepcionante funcionamiento de “el alma de las multitudes”. En su libro Rapsodias recoge las primeras conclusiones de la psicología sobre el particular: “Las energías de espíritu de todos los que forman la masa, en vez de adicionarse, se destruyen en parte o en todo”. Añade a estas consideraciones modernas las ya expresadas por el legislador griego Solón: “Los atenienses, de uno en uno, individualmente, son astutos como zorras, reunidos tienen un espíritu mediocre y vulgar”. Así como la desconfianza de algunos oradores griegos cuando eran aclamados en el ágora: “Alguna estupidez ha salido de mi boca”.
Añade don Pío como característica fundamental de la decepcionante lógica de los auditorios el sentimiento de poder e impunidad que confiere el número; su propensión a la imitación, el contagio y la sugestión. Instintos por los que en cada hombre crece la uniforma.
Es esta misma preocupación por la mediocridad espiritual de las multitudes, lo que lleva a Pako Aristi a escuchar atento su propia voz, a discernir cuanto le sobra, la cáscara y ruido del mundo adherida a ella, hasta dar con las formas narrativas de un sentir inmediato con el que descifrar el enfermo estado de las cosas.
Denuncia así Aristi los males de nuestro tiempo: La desoladora felicidad, el manso desconcierto de su generación; la habilidad de las sociedades más favorecidas para corromper el mundo al tiempo que se apropian de la riqueza de las palabras; la Incriminación del tiempo en la figura del hombre desocupado, su persecución; la extirpación del misterio y la singularidad en la tradición oral de nuestros mayores, la devastadora tiranía de lo moderno; la infantilización de las sociedades, la mixtificación de la utilidad en las maneras de un cuerpo joven; la estupidez inscrita en al dorso de nuestra cultura del bienestar; la violenta antropofagia de la publicidad; la conciencia transformada en parque temático en las ofertas del turismo, la simpatía revolucionaria que no mancha. La ciudad toda, convertida en esa gran estrategia de recoge perdidos que ya denunciara Martín Santos. La ocultación de la muerte, su sustitución por otra, aséptica y medicalizada.
En definitiva, toda esa herrumbre que ya sabemos y combatimos con un olvido militante.
Todos estos edificios, por persistentes a menudo inadvertidos, procura demoler Pako Aristi sin por ello dejar de construir lo bello.
Tres cuadernos y un destino es un libro del que emergen reflexiones y nociones claras, sin ruido ni retórica, diseminadas en el accidente cotidiano. Podrían extraerse de él aforismos y máximas, una amable sabiduría que deja caer y reparte entre las páginas con una ternura lenta, a salvo de toda tentación de solemnidad. Así el lector descubre y celebra como si fueran propios: un cómplice “Catalogo de miedos” donde se asegura que “no sabemos morir solos. Creemos que la muerte no podrá encontrarnos estando acompañados, que no se atreverá a llevarnos con ella dejando atrás un reguero de testigos”; un decálogo donde se dirime cierto lo que separa al amor del enamoramiento; o la forma tan particular que tiene reservado el desamparo para cada hombre en la pieza “Los sonidos de la noche”. La experiencia de la escritura, perdida en el acontecimiento de unas truchas cocinadas: “Ella, mi madre, tiene la virtud de la palabra exacta. No como yo, que intento imitarla y nunca consigo expresarme con esa gracia tan precisa. Siempre acabo obstruyendo las frases con el tronco de una sintaxis enrevesada. Hoy, he decidido anotar sus palabras. Es la torpeza del escritor. Muchas veces, escribir no es sino reconocer tu propia insuficiencia… el vocabulario de mi madre tiene la misma frescura y el mismo brillo que estos peces. A mí los peces me hablan. Su muerte me alimenta con la carne de las viejas historias”. La conquista de “la propia historia”, la emergencia de la madurez en el primer viaje a la ciudad, en la primera noche a la intemperie, a salvo de las casas maternas, del “cálido y aburrido reino de lo previsible, el templo donde la vida arrastra consigo la perpetua repetición de un tiempo detenido. Lugares condenatorios, todos ellos”.
Todas ellas piezas que muestran la limpia comprensión de quien sabe hacerse acompañar por cuanto le rodea. Bajo la incisiva mirada de Pako Aristi, el mundo deja de ser una tentativa de entretenimiento y espectáculo para transformarse en una intima y vital invitación a latir con él.
Aristi no dice para que el lector ocasional le atienda, no le interesa oírse hablar, los trabajos de seducción de las múltiples formas de la simulación literaria. Pako Aristi dice para escuchar lo vivido, y escuchar es en su voz un aprendizaje que se resuelve sincero y desnudo. Cada una de sus palabras construye lo real.
Los tonos confesionales alternan con otras voces de trazo seco donde cala el sentido ético e irónico ante el acontecimiento de lo real. Introduce en estas otras piezas personajes estilizados que recuerdan las fábulas humanas de Slawomir Mrozek o Peter Bichsel.
La verdad de esta prosa poética, su autenticidad, consigue lo que promete, más luz. Su emoción, un hombre cómplice al otro lado.

Tras los pasos de Wakefield
Nos complace siempre la visión de lo bello, en ella descansamos, nos olvidamos, nos dejamos llevar de la mano el tiempo que dura la contemplación. Más tarde, sin embargo, lo bello acaba revelando la inestable consistencia del simple acierto, la engañosa proporción de las partes que hacen a un cuerpo conveniente, la emoción fugaz de su arquitectura, el fulgor mudo de sus paisajes. Con la misma gracia con la que minutos antes nos ha asistido, nos muestra ahora su decidida vocación de huida, su vida breve, su cada vez menos elocuentes retornos. Transcurridas unas horas apenas recordamos la experiencia de lo bello, la sabemos definitivamente disuelta.
A la belleza de esta prosa poética se suma una incómoda conquista: la conciencia. Esa tentación de lo sublime que todo hombre experimenta alguna vez, y que con tanta urgencia corren a mitigar las muchas habilidades que para ello han confeccionado nuestros días. Esa sospecha de que acaso el hombre sea otra cosa que no la acostumbrada inercia de todo y su letargo.
Cuando Aristi dice, pocas vías quedan a resguardo, practicables para la evasión o el descanso. La belleza de los espacios transitados, aun consoladoramente familiares y reconocidos, se tensa y suma a nuestros pasos, los despierta. Uno agradece esa su voluntad de habitar con sincero vértigo y amable espanto el fondo de las cosas comunes: El amor, el miedo esencial, las formas de la soledad, el tiempo simultáneo de las generaciones familiares, la fragilidad con que la memoria nos nombra, el dolor simple del mundo. Al abrigo de tan limpia conciencia, lo bello al fin se destempla y queda indemne en las horas. Perdura ahora esa belleza destemplada que es asistir a la vida desde dentro, renunciar a construir un hombre que se nos parezca.

Me he sentido un desaparecido en potencia, siempre. Muchas veces he sentido el deseo de desaparecer para siempre de todos y de todo. Deseo que mantengo intacto hasta hoy. Creo que sería un buen desaparecido, de esos que no provocan demasiado dolor en quienes te aman. ¿O no será que lo que realmente pretende un escapista es saber hasta qué punto afecta a los demás su ausencia?

Recordaba Nathaniel Hawthorne haber leído en alguna vieja revista o periódico el extraño caso de un hombre ausente voluntariamente del hogar que compartiera con su esposa por un tiempo de veinte años, transcurridos los cuales decidió volver y reanudar su vida en el instante en que había decidido interrumpirla. Especulaba Hawthorne acerca de las motivaciones de este hombre singular en la figura de un tal Wakefield, ideado para tal fin. Veía probable que durante todo ese tiempo hubiera alquilado un apartamento a escasos metros de su propia casa, desde donde poder seguir las evoluciones de la vida a la que había renunciado, “curioso por saber cómo están las cosas por casa: cómo su esposa ejemplar soportará la viudez…, cómo la pequeña esfera de criaturas y de circunstancias, en la que él era objeto central, será afectada por su ausencia”. “Obtuvo, o quizá le ocurrió, segregarse del mundo, desaparecer, abandonar su sitio y los privilegios de los hombres vivos, sin ser admitido entre los muertos”.
“Entre la aparente confusión de nuestro misterioso mundo –Concluye Hawthorne–, los individuos están bien ajustados a un sistema, y los sistemas a otros sistemas y a un conjunto, en el que, por apartarse un momento, un hombre corre el riesgo de perder su sitio para siempre”.
Como Wakefield, también Aristi, alentado por la visión de un espantapájaros en la copa de un árbol –“¿Lo habrá colgado alguien ahí o habrá sido él mismo quien ha escapado de la insoportable humedad de estos campos?”–, conoce la tentación de sustraerse a la inercia de una vida entre los hombres. Eludir las formas a la que el otro obliga, conspirar pacíficamente contra el alma de las multitudes. Asistir, anónimo, al triste espanto que produce la vida febril de nuestras nidadas.
Y ahora, acaso Wakefield, al volver, piense en los beneficios de una vida al margen, pero, sobre cualquier otra cosa, en aquello que le falta: encontrar nuevamente, tal vez, al extraño, y que el extraño no importe. Pedirle un nuevo ensayo de abrazo, nuestro nombre una vez más.

¿Sabes qué es lo que más echo en falta?, le diría, que cuando me encuentro con la gente, con nuestros amigos, pues eso, sentir que se alegran nada más verme, que mi presencia les agrada, y que no me saludan por compromiso. ¿Sabes cuanto echo de menos que alguien sonría nada más verme? 

 
 


BIBLIOGRAFÍA

Castletown (1996) 
Tres cuadernos y un destino (2007)