autores vascos en castellano

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Alberto schommer (Gabriel Celaya – Máscaras, 1985)


Después se produjeron nuevas absorciones.

¿Quién no sintió que en lugar de buscar
era devorado por un centro escondido?

Gabriel Celaya

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Cinco Cartografías para un mundo menor




(Revista Caravansari nº4, 2012)

Los trabajos de la poesía, se traten de una tentativa vertical por la que se ahonde en el cuerpo trascendente de las grandes palabras, la expresión extática de un rostro o un paisaje, una reflexión de la palabra misma como única extensión posible que habita el hombre, un compendio de texturas sentimentales ante las pérdidas, la ausencia o las desapariciones, el devenir moral de una biografía o un pretendido ensayo de máximas y manuales para la vida hábil, no dejan de ser un intento por detener el curso vital, auscultarlo con pulso de entomólogo y extraer de él algo que nos recuerde a la realidad.
Nos detenemos cuando nos extraviamos. Nos extraviamos siempre que fracasamos, cuando mudan de piel o desaparecen ante nuestros ojos los objetos, los seres o los mundos que creíamos nos pertenecían. El trabajo del poeta reconstruye el mapa de ese territorio al fin disuelto; el poema no es otra cosa que ese ejercicio de extrañamiento. Se escribe para comenzar de nuevo, en otra ciudad o en otro rostro.
El poema, celebre o no al hombre, la vida o sus simulacros, se funda, como la filosofía, en el asombro que es el temblor que deja tras de sí todo cuanto promete desaparecer. El poema es una toma de conciencia; la forma en que imaginamos la realidad última de ese inventario de figuraciones que constituyen el acto espasmódico de la vida.
Bajo la impronta de la línea clara –que ha terminado por hacer casi unánime la opinión de que todo cuanto no se comprende responde a la poca destreza del autor, antes que a una opción estética, negando al irracionalismo o al hermetismo su autoridad para generar otras formas de significación y sentido–, concurren estos días en la editorial Huacanamo las obras de cinco poetas afincados en San Sebastián. Karmelo C. Iribarren (San Sebastián, 1959): Otra ciudad, otra vida, Pablo Casares (San Sebastián, 1972): Quienes fuimos, Michel Gaztambide (Vaucluse, Francia, 1959): Moscas en los incunables, Diego Vasallo (San Sebastián, 1966): Canciones que no fueron y Harkaitz Cano (Lasarte, 1975): Compro oro.
Cinco miradas apostadas en un balcón o en una trinchera, asomadas a lo común en los objetos y las acciones, a la corriente de las cosas. Una misma renuncia a la pureza, a la filosofía que no sea la ética discreta del paseante entre semejantes. Nada de salto vertical o reflexión de la vida en el lenguaje; elogio, sencillamente, del error de vivir; atención a esas formas simples y catastróficas del error. Un mismo realismo limpio, cierta tierna complicidad en el fracaso, cinco cartografías para un mismo mundo menor.



Karmelo C. Iribarren: El frío del optimista

 
(Otra ciudad, otra vida)




 




De la vida me acuerdo, pero ¿dónde está? 


Jaime Gil de Biedma


De entre estos cinco poetas, acaso sea Karmelo C. Iribarren quien mayor conciencia tenga de este mapa de las pérdidas. Con su último libro Otra ciudad, otra vida ahonda en la identidad de ese hombre cotidiano, ese extraño hombre común, diluido en ese su fondo de encuentros y ruinas varias que para el autor conforma la ciudad. Paisaje urbano, inventario de objetos suelto, crónica de las fracturas y espacios en blanco que nos habitan, que ya ensayara en Seguro que esta historia te suena. Poesía completa (1985-2005). (Renacimiento. 2005), Ola de frío (Renacimiento. 2007), Atravesando la noche (Huacanamo. 2009), o en esa otra deliciosa incursión del autor en la poesía infantil y juvenil que es Versos que el viento arrastra (El jinete azul. 2010), ilustrado por Cristina Müller, y que da cuenta con mayor fiereza de la honda ternura que impregna la totalidad de su obra.
Aquí y ahora, en esta calle, en este anden entre bares de cercanías, ¿qué puede un hombre?, se pregunta Iribarren con barojiana piedad, y como el hombre malo de Itzea, no escatima en crueldades e ironías, sin la pretendida moral de quien se dice extranjero entre los suyos. Extranjero y desarraigado sí, pero tal como lo pueda ser cualquier otro hombre que, en hora punta o en los transportes públicos, se asoma a esos sus extraños semejantes, intentando descifrar algo cierto de esta nuestra condición urbana. Condición en la que Iribarren se abisma con cada vez mayor acierto, con mayor capacidad de crear atmósferas que aun resultando familiares no dejan de hacer en él una voz cada vez más singular y serena, una cada vez más lograda arquitectura de la concisión.
Si bien el paisaje urbano es una constante en toda su obra, “la poesía que me gusta –ha afirmado en alguna ocasión–, y por lo tanto, la que trato de escribir, es aquella que cuenta cosas, que habla del hombre, de la vida en las ciudades, y que lo hace de tal forma que me atrapa hasta emocionarme, y que me emociona porque está bien escrita”, cada uno de sus libros va revelando un feliz proceso de despojamiento, una mayor capacidad de amar el dolor de los hombres, su condición irreparable, su incapacidad para dotar al tiempo de siquiera una prudente significación.

Intuición del frío

No es el de la niñez,
aquellas mañanas de diciembre,
a lo largo del río,
hacia el colegio,

ni se trata tampoco de aquel otro
que te sorprendería
años después
más de una madrugada
dando tumbos.

No, este es distinto, este
da miedo:
Viene
del futuro.


Afirmaba Emil Cioran que “no hay negador que no esté sediento de un catastrófico sí”. Para Karmelo C. Iribarren la vida, eso que nos sucede sin que nada podamos hacer de ella, no basta. El poeta atiende a las crónicas cotidianas y colectivas del fracaso, y sin embargo, porque nada en Iribarren, bien mirado, es desapego, aquel tonto romanticismo, una todavía indemne voluntad de unidad, la melancolía serena de quien sabe que está condenado a esperar algo cierto al fin.
Lo que hace de este realismo crudo una tierna impostura es su ingenua elegancia de descreído, al modo de aquellos héroes que militan en sus pérdidas. Le gustaría afirmarlo todo, pero sabe que no puede. Su voz, o la de su personaje, atiende al simulacro de su propia experiencia; ya no cree en nada, pero guarda como un tesoro el tiempo en que creyó.
En literatura, la verosimilitud se revela siempre más cierta y certera que la verdad. El poema que atiende a lo verdadero, aparece dominado por la emoción. La pretendida poesía aparece repleta de poetas descabalgados por sus sentimientos. Un poema es ese simulacro que domina la emoción para no faltar a lo cierto, y no nos engañemos, la verdad no le incumbe. El poema es la más cierta de las imposturas. Karmelo C. Iribarren recoge esta herencia de Jaime Gil de Biedma y hace suya la máxima: “La voz que habla en el poema no tiene otra realidad que la que pueda tener un personaje de una novela, aunque se parezca mucho a la del propio poeta. Da lo mismo que sea él quien habla o que quien hable sea un personaje imaginario, legendario o histórico”.
Lo que hace a un poeta cercano, no es el recurso a paisajes comunes, afines; tampoco el dominio de cierta oralidad; más bien, cierta carga de profundidad donde la piedad, la comprensión del poeta hacia su propia historia trasciende toda pose y efecto.
Lo que hace auténtica una obra son sus contradicciones, siempre y cuando el poeta se afane por solventarlas, así el hombre malo de San Sebastián esperando “tras los barrotes de la lluvia” la luz que no dura.



Michel Gaztambide: Fetichismo del común amor


(Moscas en los incunables)
 


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Éramos
el recuerdo que tenemos ahora. Éramos
esta imagen. Ídolos de nosotros
para la fe sumisa de después.
 


Gabriel Ferrater


De Michel Gaztambide tenemos noticia de sus aptitudes poéticas más por su oficio de guionista en películas tan incuestionables como Vacas de julio Meden, La vida Mancha, La caja 507 o la reciente No habrá paz para los malvados de Enrique Urbizu, que por sus libros, muy espaciados en el tiempo. Con anterioridad publicó las aventuras de máximo Tirati (Pamiela. 1987), Banderín de perversión (Ateneo obrero de Gijón. 1992) y Ternura Blindada (Línea de Fuego, Oviedo, 1999). Participó en la antología Poemas para cruzar el desierto.
La propuesta de Moscas en los incunables abunda en esa ya comentada visión poética de Biedma por la que un autor fagocita una biografía, simula la experiencia que acaso pudiera ser la suya propia. Michel Gaztambide se interpela en tercera persona y repasa distintos episodios de una vida, desde sus comienzos hasta las incertidumbres del instante último. Aborda temores infantiles y adolescentes, las fallas del amor maduro, las imposturas ciertas de lo que somos mientras nos observamos viviendo. La vida, en definitiva, como una indisoluble puesta en escena.
El cine, cualquiera que sea su propuesta estética, es siempre una sutil técnica de bateado, por la que se extrae de la natural intrascendencia de las tramas y la común de las escenas el brillo de todo este oscuro mineral. En este sentido, el guion comparte con el poema una misma capacidad para discriminar paisajes y momentos; ambos adiestran al ojo en esa búsqueda de instantes significativos. “Desfiguran la mediocridad, la hacen comprensible y llevadera”.
De todas las artes literarias –asegura Gaztambide–, la poesía es la que más se parece al cine, porque al menos los guionistas y los poetas compartimos el trabajo con la metáfora, la síntesis, y el montaje, porque la poesía también es un trabajo de montaje”.
En ambos géneros, Gaztambide sigue practicando una misma poética: “claridad, sangre y belleza”.
Fracciones de vida cotidiana, historias de amor corriente, las formas inevitables en que acostumbran los cuerpos a acompañarse, sin la concurrencia de sus dueños, abrazos escatológicos, fetichismos, conversaciones furtivas rescatadas en los bares o en los autobuses, que conforman toda una serie: “Citas de la vida cotidiana”, son las realidades, las superficies romas contra las que Gaztambide afila su ojo.
La memoria se resuelve en estos poemas en la amarga condición del tiempo del amante; los cuerpos se aman y nosotros, simplemente, lo recordamos a través de sus huellas en las sábanas, la ropa interior encontrada en el fondo de un cajón. Después sólo queda vivir mansamente en la compañía insípida de este mundo fotográfico: “encuadres, detalles, volúmenes, historias”, restituir algo que recuerde a su hondura, a través del único de los gestos posibles: contar su historia, corriente, común, repetida en todos los cuerpos. Resignarse a ello con un humor seco.

La otra Maja

Mi amor
Tu cuerpo arqueándose por el placer
Está clavado en mi cabeza

Como un cuadro en un museo
Puedo verlo cada día
Pero no me lo dejan llevar a casa.


Gaztambide atiende a esta vida corpórea, instintiva, pulsional, sin gobierno, sórdida y bella a partes iguales, para la que el recuerdo es un rastro, una excrecencia más.
La ternura, una vez revisada la contabilidad de los cuerpos que hemos frecuentado, es casi una urgencia, un acto heroico ante las lecciones del fracaso y el aprendizaje de la decepción.
En una fotografía que muestra un solar demolido del bajo Manhattan, aparece retratado entre escombros el insigne reportero Joseph Mitchell. Con paso firme escarba con la mirada los restos con los que glosar la colección de fracasos y olvidos que ya iniciara en las granjas de North Carolina, antes de llegar a la ciudad y hacerse escritor. En esta su “Historia material de la ciudad” encontramos los artículos y perfiles anónimos que lo harían famoso. Entre las historias de predicadores callejeros, personalidades circenses, indios constructores de rascacielos, la monumental y megalómana obra que pretendiera el “profesor gaviota”, Joe Gould: Una Historia Oral de Nuestro Tiempo.
Por las crónicas que redactara Joseph Mitchell sabemos que las ciudades están vivas y naufragan a diario en cada esquina.
Algo de ese amargo humor, humor seco, encontramos en el afán coleccionista de Michel Gaztambide, en su forma de asomarse a los solares en demolición de la vida cotidiana. “Cierto humor –explica Joseph Mitchell– al que sólo puedo definir como ‘humor de cementerio’, en el que a veces la anécdota es la protagonista y otras es algo más secreto y que apenas se intuye en las conversaciones que reproduzco o en un pequeño detalle al fondo de una determinada escena...”



Harkaitz Cano: El vértigo del tramoyista 

 
(Compro oro)




antes que las palabras surge el pensamiento de altas ventanas:
vidrios que contienen el sol
y más allá, el profundo aire azul, que nada muestra
ni está en ninguna parte y es infinito.
 


Philip Larkin


Si el poema es la representación de un problema, una ecuación en la que poder resolver los términos de la emoción, aquella en la que Harkaitz Cano descifra la suya obedece a los dominios del verbo.
En sus poemas se atiende a la narración de los hechos, las acciones de los hombres, siempre comunes, que invaden la escena; personajes sumidos en un paisaje inmediato, enfrentado a sus objetos.
La emoción en Harkaitz Cano son esos mismos objetos, el paisaje adherido a la cáscara de sus personajes; y no tanto la mirada, sentimental o contemplativa, o el siempre enredado discurso de las percepciones. La emoción esta en la mano de un hombre en acción, en lo que cualquier hombre es capaz de hacer, por ejemplo, con una ventana:

Si alguna vez tuviese que vender esta casa que no es mía

diría que tiene diez metros cuadrados de ventana,
diez metros cuadrados de puro cielo azul
se mire por donde se mire
y que a uno lo asaltan terribles ganas de agarrar un destornillador,
desmontar esas ventanas,
ponerlas en el suelo y saltar
dentro de esos diez metros cuadrados de azul inoxidable.

Pero lo cierto es que ya lo dijo el poeta:
el cielo no es azul, el cielo
ni tan siquiera

es cielo.


A Harkaitz Cano le interesa menos el sabor de las cosas que la vida nunca secreta de las cuberterías, sus destinos, tránsitos y paradas mientras las instigan nuestras comunes acciones. En estas ecuaciones del verbo, su poesía muestra una gran sensibilidad teatral. La palabra, en sus manos, entra en escena.
Harkaitz Cano percute el poema; enumeración y tempo preciso en cada verso para la representación de una danza de acciones y cosas, donde cada gesto, cada objeto ocupa su lugar, un lugar conocido, aunque siempre extraño, como un pequeño teatro de prodigios mil veces ensayados sobre la impronunciable piel de lo real.
Una inofensiva imagen recorre todo el libro; las ventanas –como en Kea behelainopean bezala, los puentes– sobre las que apostar, mientras permanecemos tímidamente a salvo, nuestra extraviada complicidad con el mundo; un umbral que no habrá de anunciarnos un refugio capaz de acogernos, un umbral sin voluntad de asilo. En los poemas de Harkaitz Cano, el adentro y el afuera se debaten en una misma lógica de serenas devoraciones.
Se sabe que cuando la amenaza cuaja en los sismógrafos y se hace evidente el temblor de la tierra, se aconseja protegerse bajo las mesas o los dinteles de puertas y ventanas, esos lugares de nadie donde acaso por unos segundos pasemos inadvertidos ante tanta catástrofe y su promesa.
En la delgada línea divisoria entre lo otro y lo propio, en ese no lugar, marco donde se recorta una posibilidad entre dos necesidades, a “la medida de nuestros sueños”, tal vez lo real no pierda sus contornos y nada se desprenda.
Todo nos reconforta entonces; ingenio, humor y ternura componen una música sin estridencias con la que poder lavar la discreta desazón de las cosas ciertas que progresan, se confunden y defienden al otro lado, tras nuestras ventanas.
La elegancia de la poesía de Cano prende en la respiración cadenciosa y articulada del verso largo, en la musicada enumeración, en la medida intriga de los episodios narrativos, en la ironía, en el aforismo a salvo del auxilio moral, en la templada disección de las acciones, propias o ajenas, en el efecto temperado, atado en corto, en el juego trascendente, en la astucia y nunca en la ocurrencia. Y todo ello compone un tablado y una tramoya serenamente dispuestos, para que una inteligencia sin sobresaltos entre en escena.
Ante las ventanas, desde las ventanas o contra las ventanas, una misma voluntad de invisibilidad. Ser cómplice de los gestos con los que se articula el mundo, querer y no querer abrazarlo; Harkaitz Cano en el umbral, entre bastidores, en cualquier caso.




Pablo Casares: Detonaciones


(Quiénes fuimos)


 


Yo no sé nada que tú ya no sepas,
que no nos puedan enseñar los años.
No hago juegos de magia. 
No deslumbro. 
Hablo sin vanidad de mis asuntos.
(A lo sumo, acompaño) 

Javier Salvago


Quiénes fuimos es su cuarto libro, lo anteceden: Días prestados (Baile del sol, 2009), Notas a pie de vida (Eclipsados, 2007), Fingiré que estoy de paso (Ayto. de Granada, 2007), galardonado en la 3ª edición del premio Javier Egea, así como las plaquettes: Tiempo muerto (Ediciones 4 de agosto, 2005), Madrugada (Vitolas de Anais, 2004) y Callejón sin salida (san Sebastián, 2003).
A lo largo de este recorrido, los poemas de Pablo Casares continúan componiendo instantáneas directas, claras y compactas de los espacios cotidianos. Formas quietas, pedazos de vida sustraídas al tiempo como quien toma una muestra para cultivo, en la que poder pensar el tiempo, auscultar la memoria.
Cercanía y hondura componen su particular serie vital de las formas del amor; sus principios y finales, “la fecha de caducidad de nuestros gestos”, cierta lógica entre las promesas y las pérdidas. En el amor cifra Pablo Casares el misterio al que poder huir y la ineludible catástrofe.

Encuentros

Por alguna razón
que no sabrían explicar
resolvieron no volver a verse.

No hubo grandes palabras
ni muestras de afecto.

Abandonaron el hotel
con la sensación
de no haber perdido nada.


Pablo Casares es un poeta que desconfía de la utilidad de la poesía, las grandes palabras, los fuegos de artificio, el efecto y la afectación en las maneras. Sus composiciones, piezas fotográficas, conforman un cuerpo vivo, lleno de complicidades, diseñado para acompañar al lector, al que con cada trazo parece susurrar: “tú y yo sabemos lo mismo”.
Conmovedora humildad que no le impide sin embargo escarbar, contarnos su necesidad imperiosa de saber cómo funcionan las cosas:
Los personajes y situaciones que conforman mi realidad –explica el autor–, personajes cotidianos, paisajes urbanos, los amores que nacen y mueren en cafés, la soledad de un cuarto al amanecer o la áspera rutina, etc., son la base en la que se centra mi pulso poético. Intento, a fin de cuentas, arrancar a la mecánica de la realidad una interpretación particular, una mirada personal y sobre ella volcar mis miedos, rencores y esperanzas… Un poema con el que logre unir de manera penetrante y concluyente la intensidad de algún momento vivido o que nos quede por vivir, que logre atravesar la espesa gelatina que cubre las cosas.
Hay en Quiénes fuimos un paisaje en suspenso como del día después del fin del mundo. Una urgencia de empezar de nuevo, rescatándonos en lo que queda de los soles, las mañanas, las diseminadas partículas de algunos cuerpos que aún quisiéramos seguir amando, en otra “medida de tiempo ínfima”. Ante “un silencio elemental” que prende en los párquines públicos, polígonos industriales, grandes superficies, olvidados patios de recreo en la periferia, horizontes a ras de un suelo de tela asfáltica, hogares donde acaso aún nos esperen. Un paisaje del día después, en un mundo al que se le ha extirpado sus estaciones, y ante el que ya tan sólo es posible recordar aquello que una vez fuimos.
También la naturaleza irrumpe en estos poemas, aunque con una misma inclemencia, desapercibida del hombre, con la misma suficiencia con que olvidamos la utilidad de los objetos que un día creímos imprescindibles, de espaldas a todas nuestras fallidas tentativas de paraíso. Irrumpe en esta serie de poemas una nueva forma del tiempo; abismado en la luz, extraviado entre sábanas, que trasciende la superficie cotidiana del mundo y quiere otro mundo, más parecido a los simulacros y espejismos soñados; algo, otra cosa, “otra vida ajena e imposible”.
En estas atmósferas de una serena devastación, resuelve la vida cotidiana su llamada de auxilio, su voluntad de ver restaurada alguna forma del misterio, aún indemne en la superficie de las cosas, con sólo apartar con la mano la vida hecha ceniza.
Las piezas de Pablo Casares practican un pequeño orificio y plantan una semilla en la cabeza, aguardan pacientes a que sonriamos cómplices o simplemente despertemos, muchas horas después de haber concluido su lectura.




Diego Vasallo: Los placeres tristes


(Canciones que no fueron)


 




acusar siempre a las cosas de insuficiencia y nulidad; y padecer privación y vacio, y por ello tedio, creo que es el más elevado signo de grandeza y de nobleza que se percibe en la naturaleza humana. Por eso el tedio es poco conocido por los hombres de escasa monta, y poquísimo, o nada, por los demás animales.
 
Giacomo Leopardi



Al decir del propio autor: “Un dietario poetizado, un libro de apuntes a vuela pluma, reflexiones e ideas de un paseante”, que abunda en la raíz poética de cuanto Diego Vasallo ensaya en otras disciplinas como la música o la pintura.
Postales a medio hacer; semillas derramadas…” –nos advierte Roger Wolfe, desde el prólogo–, piezas erráticas, fracturas de la emoción, ruinas varias, que abarcan ocho años (2004-2011) y cuatro lugares (Madrid, San Sebastián, Menorca, Lanzarote). Bocetos, en definitiva, manchas que dejan los días en quien es su instrumento; hombre a la deriva que no aspira a trascender el tiempo.
Canciones que no fueron construye un paisaje íntimo, existencial, del hombre en derrota, testigo resignado de la acción de las corrientes y los vientos. Apuntes al natural de quien ha renunciado a corregir los rumbos, y ya sólo le resta olvidar el tiempo y las ciudades desde las que partió un día, desde las que sigue partiendo desde siempre, cada vez.
Acompaña la selección de poemas, 38 dibujos de pequeño formato; un catálogo de gestos; formas de la inmediatez que ensayan manchas, collage, volúmenes, rastros caligráficos. Heridas que como en los poemas no ocultan el error, el trazo rápido, vivo; la impronta que dejan en la memoria las pérdidas; signos del hombre sin reino, restos de un diario de la intemperie, fragmentos fotográficos de una piel deshabitada. La ruina, al fin.
En los últimos tiempos –explica Vasallo–, tanto en la pintura como en la música, utilizo un lenguaje bastante visceral y espontáneo. Procuro huir de la excesiva conceptualización de las cosas. Me gusta un tipo de creación que va directamente a la sensación. Ahora, en el arte contemporáneo hay una corriente que es casi la contraria, un arte muy de ideas, reflexivo y muy discursivo, con relaciones con problemas políticos y sociales. Yo estoy en el polo opuesto. Puede parecer una postura anacrónica, más de otra época, fuera de este mundo tan globalizado. Mi visión es más contemplativa y romántica”.
Cuaderno de pintor donde prende la concepción que el autor tiene del arte, a través de las citas de autores que lo han acompañado en su formación. Así, August Von Platen, Marco Aurelio, Degas, Schopenhauer, Bukowski, Sabato, Leopardi, Cioran, Yves Saint Laurent, Mahler o Lord Byron, dan cuenta de su fuerte raíz romántica, de la amarga contemplación de una naturaleza que nos ignora, del dolor de lo bello, del amor como compensación de la muerte, la serenidad como proyecto vital o la insuficiencia de la razón como instrumento poco hábil para resolver la existencia.
De entre todas ellas, acaso sea aquella con la que Leopardi nos recuerda que no son sino el reposo y la inacción, el natural estado del hombre, la que con mayor acierto define la actitud artística de Diego Vasallo. “Me supera la excesiva producción de todo –afirma Vasallo en una entrevista reciente–. Hay que dejar que lleguen las cosas, alimentar ese concepto que está tan desprestigiado que es la inspiración”.
Así el poeta que, en todo cuanto hace, es Diego Vasallo preferiría como todos los Bartleby o cualquier Oblómov, simplemente no hacer, dejar que las cosas dolorosamente sean; así, reducidas a sus instantes; apareciendo entre las manos, huyendo después.

San Sebastián, agosto

Algo apacible
en estas mañanas
nubladas de agosto:
esa luz grisácea
quizás
que se filtra
por la ventana
de la cocina.

Apuro un café
y espero
dejando que el día
se incline hacia
un lado u otro.