autores vascos en castellano

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Alberto schommer (Gabriel Celaya – Máscaras, 1985)


Después se produjeron nuevas absorciones.

¿Quién no sintió que en lugar de buscar
era devorado por un centro escondido?

Gabriel Celaya

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Javier de Bengoechea (Bilbao, 1919)

 

 

Poesía inoxidable 

(Rumor clásico y aroma en los versos de Javier de Bengoechea)

(Félix Maraña)



Tengo para mí que a Javier de Bengoechea (Bilbao, 1919) le ha matado el tiempo, pero su poesía se resiste a morir. Pío Muriedas, que fue el mejor cantor de la poesía del siglo XX –a criterio de Lorca, entre otros– confesó que cuando recitaba los versos del bilbaíno, éstos iban y volvían, del corazón del público al rapsoda, con una ilimitada y desconcertante emoción. Extraordinario efecto rebote. Bengoechea tuvo el privilegio y la desgracia de que le confundieran, pronto, con Blas de Otero (Bilbao, 1916), aspiración a la que hubieran opositado muchos poetas de su tiempo y aún de hoy, pero que le marcó en exceso. Es posible que ello explique que su poesía, herida en un ala, como el ángel de la guarda de uno de sus poemas, no haya levantado el vuelo que merece, pero su obra respira con hondura: su entidad es inequívoca, su decir certero, su intención aguda y su resolución rayana en la exactitud. Todo el timbre de la poesía de Bengoechea queda intervenido por un aura de excelencia, como si el poeta dejara que la primera persona no fuese sino el pincel que resuelve, con difuminado elemental y leve, la composición poética. Por dentro, por fuera y por mucho más adentro. 

Dos mozos de Bilbao

Su relación de amistad y complicidad con su paisano Otero es no obstante una de las mejores inversiones de Bengoechea, quien todavía hoy asegura humildemente haber recibido más de Blas que lo que él pudo haberle trasmitido. Demasiada humildad para un poeta. Sus largas horas de conversación sobre poesía, enriquecieron a ambos jóvenes bilbaínos y sus obras respectivas. Todo escritor que pretendiera algo en Bilbao nacía sabiendo que Bengoechea era, por entonces, el único premio “Adonais” de nuestras letras. “Se lo dieron –se decía– porque le confundieron –su obra– con Otero”. Qué honorable confusión. Pero no se ha librado de aquello. Mejor dicho: él no necesita librarse, sino los demás. Con ingenio que explica su singularidad, Bengoechea resuelve aquella relación dual en “Blas y yo” (1994):


HABLO de un tiempo que pasó de largo,
pecó de corto, y no ha hecho penitencia,
y de un amigo mío con la ciencia
infusa del dolor, y sin embargo

un optimista terrenal, amargo
porque de Dios venía su dolencia.
Con un laico redoble de conciencia
exorcizó la fe, la fe de encargo.

Por su lejana y diaria compañía
mucho más ángel para mí que fiero–
sé la historia de Blas, y algo la mía.

La de un poeta a pie, de cuerpo entero,
y la de otro poeta que cogía
los versos que él dejaba en el tintero.

Antologías de referencia, como la de la poesía amorosa de López Gorgé (1966), la de la poesía religiosa de Leopoldo de Luis (1969), la de López Anglada (1965), entre otras, consideraron la poesía de Bengoechea, su puridad, la elegancia de la expresión, sin limitar la hondura de la intención: el fondo de toda la poesía de este escritor –educado en la música y las artes– no es asunto de revelación o dogma, de afirmación del yo, sino de abierta interrogación sobre la más íntima cuestión del mundo, del ser y de las cosas: la declarada debilidad de nuestra existencia, su caída. Gabriel Celaya, que tuvo olfato para reconocer dónde surgía un poeta, nos dijo en una ocasión que la obra de “este chico” –Gabriel llamaba chico sólo a quien estimaba– debió considerarse más allá de aquel premio Adonais (1955), por su excelente libro Hombre en forma de elegía. Y es que en algunos de sus poemas hay mucha crítica, una aguda visión histórica y alguna sonada y audaz verónica a los mitos y ritos hispánicos.

Si Boscán, Quevedo, Lope, si Arguijo, si los grandes, hicieran hoy repaso a la poesía castellana del siglo XX, podrían comparar los sonetos de Bengoechea a los suyos en valor, talento y armonía. Tendrían que revisar al mejor Manuel Machado y al más inspirado Gerardo Diego, incluso al más auténtico Miguel Hernández o las mejores tardes de Rafael Morales. Hallarían en estos poemas una dulce y penetrante ironía, ácida crítica –más de lo aparente, ahí la sutileza–, y se preguntarían de dónde tal aprendizaje. El poeta se inició de niño en las mejores lecturas de la mano de su padre, consumado bibliófilo y lector. Posteriormente recibió una sacudida de la poesía –la poesía no es otra cosa– en la siempre famosa antología –que fueron dos, 1932 y 1935– de Gerardo Diego, promotor de estos formatos editoriales. 

Ironía y memoria histórica

No se ha señalado, en virtud de la escasa atención dedicada a la poesía de este vasco ilustrado, la carga de ironía, dulce sarcasmo, inteligencia en la visión en suma, de los versos de Bengoechea. No se da en la poesía de los años cincuenta y sesenta del siglo XX poesía de más carga irónica que la del bilbaíno. Es más: aparece extrañamente y hay que hurgar demasiado para hallar muestra. Parece también como si la forma de la expresión dominante en su poesía –el soneto– y la primera fachada de algunas de sus composiciones, de estructura tan clásica como exacta, hubieran impedido el desvelo del rumor y el aroma de la sutileza, la decantación y la armonía con que despacha algunos asuntos trascendentes por otra parte. Pero, auxiliado por esa carga irónica, con la que se atreve incluso en asuntos sublimes, Bengoechea ha evolucionado en su lenguaje, atreviéndose a su vez, con natural y certera mirada, con asuntos de la modernidad, incluso de la cultura visual del último medio siglo. Lo podemos ver en Pinturas y escrituras, cuyo título no hace honor a la profunda y original poética de sus versos. También se aprecia en este poema de Fiesta nacional, finalista en el premio Boscán:


NO he querido tomar la alternativa
como una solución, la más prudente,
sino seguro, y más, hasta valiente,
afirmar, concederme en exclusiva

a la verdad. En todo lo que escriba
citaré por la cara, iré de frente.
Si soy cogido en falta –el arte miente–
salvadme de mi error, para que viva.

He brindado a la plaza. Yo he querido
quedar como los buenos. Quien no empeña
con fe su corazón, está perdido.

No todo sale tal como uno sueña.
Yo he escrito lo que sé, lo que he podido.
Y que Dios me disculpe en su reseña. 

De aquella declarada angustia que trasmina los versos de buena parte de Hombre en forma de elegía (1955) y Fiesta nacional (1959), el poeta recubre sus verbos de tristeza, a horadar los límites en que se produce la melancolía, en Pinturas y escrituras (1994). Pero en los tres poemarios –en otros versos en revistas y antologías, como aquí, en Pérgola (1991) o Cuadernos Hispanoamericanos (Poemas a cuenta)– en Bengoechea se repite la representación de la tristeza, que ya inventó –que la tristeza es un invento, un hallazgo personal– en su primer libro, Habitada claridad (1951) –segundo en el Adonais, que no se olvide.

(Si me pudiera ahogar sin que se note
con mi corbata de melancolía…)

Qué triste está la luz, y mi alegría.
(Yo llevo un hondo mal y un ansia a flote.) 

Hay en los dos primeros poemarios (1951, 1955) una considerable dosis de tritura amorosa, de calado romanticismo, de erotismo sutil –erotismo que se abulta en poemas posteriores, algunos de Pinturas y escrituras y bastantes de Fiesta nacional. Porque en Pinturas… hay también un lenguaje nuevo. Se compone de poemas escritos en diversas etapas, pero recupera expresiones de acento cotidiano. Humor, rubor, ironía, crítica, erotismo, sensualidad, gracia personal en el acento, en suma, como en “Momentos estelares”: 


Cuando el mejor periódico del mundo
me publicó un soneto en su portada.
Cuando de una magnífica estocada
tumbé a aquel toro negro y tremebundo.

O cuando fui un filósofo profundo
conocedor del ser y de la nada.
Y cuando en la final más disputada
chuté y marqué en el último segundo.

Cuando ácrata de un mundo que declina
me puse en pie contra cualquier escuela
pudiendo estar sentado en mi doctrina.

Y aunque me halague y a la vez me duela,
cuando se enamoró de mi Albertina
sin que Proust ni me cite en su novela. 

Y ese rumor erótico del poema “Piscina de David Hockney”:

Un dibujante norteamericano
      de gente americanamente rica,
      en un New York insólito practica
      el gótico lineal y cortesano.

     Colores lisos con el sexo plano
     que el narciso pintor minia y rubrica.
     Aunque el amor seriado se fabrica,
    el amor propio debe hacerse a mano.

     El ruedo del mundo

Porque, si Bengoechea es clásico en la forma –también tiene versos libres en menor cuantía–, hay una renovada expresión en el lenguaje. Los poemas dedicados al constructivismo y a otros movimientos, autores y gestos del arte universal, son muestra de esa celebrada renovación, amén de su cultura, de ácida y penetrante y sutil crítica. De hecho, un libro como Fiesta nacional, cuyo título pudiera hoy parecer antimoderno, es todo él un ejercicio parabólico de la cámara del mundo: la vida, insinúa el poeta, es una lidia de contrarios y de cornadas, un ruedo en el que hay muchos cuernos (“Un hombre contra tantos toros”) que empitonan (“Mihura es el hombre para el hombre, miura”): el individuo ante su propio miedo. El ser humano en guerra, con los demás, consigo a un tiempo. Para el año en que salió, es un poemario crítico y atrevido. En el poema “Examen de conciencia”, por ejemplo, Bengoechea propone una recuperación de la memoria, la de todas las cunetas, sin duda regadas por los muertos de la guerra del 36: para que los muertos, escribe, sean libros de texto. El humor cede sólo cuando se enfrenta a la tragedia con mayúsculas:


Dios mío, desde ahora
yo propongo a los muertos
de todos, para siempre,
como libro de texto. 

Extraordinario hallazgo poético e histórico. Tiene el repetido libro más hallazgos de otro orden, construidos en heptasílabos lorquianos, y en eneasílabos de dúctil ejecución. Decía Francisco Umbral que el eneasílabo es el verso que inventó José Hierro para la poesía en castellano, pero en este asunto debe tenerse en cuenta también a Bengoechea. 
Entre los varios libros inéditos, Bengoechea anunció en su día uno, El corazón y sus asuntos, del que escurrió poemas en alguna antología, como la de López Gorgé. En ella, el poeta asegura haber superado ya las epilíricas de su poesía amorosa y narcisista, y estar, por 1966, en la “poesía crítica”: “Hacia la que ahora siento una más decidida inclinación”. Convenimos en que esa crítica era sutil, cierta, pero sin lastres, depurada, acentuada por la discreta operación de este poeta, que esconde el yo, como asustado de tanta belleza cruel –acertada expresión de Ángela Figuera–, con la conducta de quien ha vivido y creado más hacia adentro de sí que para la galería.

Una poesía que cautiva hasta el arrebato. Y basta: poesía inoxidable.

Detalles del producto


BIBLIOGRAFÍA

Hombre en forma de elegía (1955)
Fiesta nacional (1959),
Pinturas y escrituras (1994).
Habitada claridad (1951)