(Revista
Caravansari nº4, 2012)
Los
trabajos de la poesía, se traten de una tentativa vertical por la
que se ahonde en el cuerpo trascendente de las grandes palabras, la
expresión extática de un rostro o un paisaje, una reflexión de la
palabra misma como única extensión posible que habita el hombre, un
compendio de texturas sentimentales ante las pérdidas, la ausencia o
las desapariciones, el devenir moral de una biografía o un
pretendido ensayo de máximas y manuales para la vida hábil, no
dejan de ser un intento por detener el curso vital, auscultarlo con
pulso de entomólogo y extraer de él algo que nos recuerde a la
realidad.
Nos
detenemos cuando nos extraviamos. Nos extraviamos siempre que
fracasamos, cuando mudan de piel o desaparecen ante nuestros ojos los
objetos, los seres o los mundos que creíamos nos pertenecían. El
trabajo del poeta reconstruye el mapa de ese territorio al fin
disuelto; el poema no es otra cosa que ese ejercicio de
extrañamiento. Se escribe para comenzar de nuevo, en otra ciudad o
en otro rostro.
El
poema, celebre o no al hombre, la vida o sus simulacros, se funda,
como la filosofía, en el asombro que es el temblor que deja tras de
sí todo cuanto promete desaparecer. El poema es una toma de
conciencia; la forma en que imaginamos la realidad última de ese
inventario de figuraciones que constituyen el acto espasmódico de la
vida.
Bajo
la impronta de la línea clara –que ha terminado por hacer casi
unánime la opinión de que todo cuanto no se comprende responde a la
poca destreza del autor, antes que a una opción estética, negando
al irracionalismo o al hermetismo su autoridad para generar otras
formas de significación y sentido–, concurren estos días en la
editorial Huacanamo las obras de cinco poetas afincados en San
Sebastián. Karmelo C. Iribarren (San Sebastián, 1959): Otra
ciudad, otra vida,
Pablo Casares (San Sebastián, 1972): Quienes
fuimos,
Michel Gaztambide (Vaucluse, Francia, 1959): Moscas
en los incunables,
Diego Vasallo (San Sebastián, 1966): Canciones
que no fueron
y Harkaitz Cano (Lasarte, 1975): Compro
oro.
Cinco
miradas apostadas en un balcón o en una trinchera, asomadas a lo
común en los objetos y las acciones, a la corriente de las cosas.
Una misma renuncia a la pureza, a la filosofía que no sea la ética
discreta del paseante entre semejantes. Nada de salto vertical o
reflexión de la vida en el lenguaje; elogio, sencillamente, del
error de vivir; atención a esas formas simples y catastróficas del
error. Un mismo realismo limpio, cierta tierna complicidad en el
fracaso, cinco cartografías para un mismo mundo menor.
Karmelo
C. Iribarren: El frío del optimista
(Otra
ciudad, otra vida)
De la vida me acuerdo, pero ¿dónde está?
Jaime Gil de Biedma
De
entre estos cinco poetas, acaso sea Karmelo C. Iribarren quien mayor
conciencia tenga de este mapa de las pérdidas. Con su último libro
Otra ciudad, otra vida ahonda
en la identidad de ese hombre cotidiano, ese extraño hombre común,
diluido en ese su fondo de encuentros y ruinas varias que para el
autor conforma la ciudad. Paisaje urbano, inventario de objetos
suelto, crónica de las fracturas y espacios en blanco que nos
habitan, que ya ensayara en Seguro
que esta historia te suena. Poesía completa (1985-2005).
(Renacimiento. 2005), Ola
de frío
(Renacimiento. 2007), Atravesando
la noche
(Huacanamo. 2009), o en esa otra deliciosa incursión del autor en la
poesía infantil y juvenil que es Versos
que el viento arrastra
(El jinete azul. 2010), ilustrado por Cristina Müller, y que da
cuenta con mayor fiereza de la honda ternura que impregna la
totalidad de su obra.
Aquí
y ahora, en esta calle, en este anden entre bares de cercanías, ¿qué
puede un hombre?, se pregunta Iribarren con barojiana piedad, y como
el hombre malo de Itzea, no escatima en crueldades e ironías, sin la
pretendida moral de quien se dice extranjero entre los suyos.
Extranjero y desarraigado sí, pero tal como lo pueda ser cualquier
otro hombre que, en hora punta o en los transportes públicos, se
asoma a esos sus extraños semejantes, intentando descifrar algo
cierto de esta nuestra condición urbana. Condición en la que
Iribarren se abisma con cada vez mayor acierto, con mayor capacidad
de crear atmósferas que aun resultando familiares no dejan de hacer
en él una voz cada vez más singular y serena, una cada vez más
lograda arquitectura de la concisión.
Si
bien el paisaje urbano es una constante en toda su obra, “la
poesía que me gusta –ha afirmado en alguna ocasión–, y por lo
tanto, la que trato de escribir, es aquella que cuenta cosas, que
habla del hombre, de la vida en las ciudades, y que lo hace de tal
forma que me atrapa hasta emocionarme, y que me emociona porque está
bien escrita”, cada uno de sus libros va revelando un feliz proceso
de despojamiento, una mayor capacidad de amar el dolor de los
hombres, su condición irreparable, su incapacidad para dotar al
tiempo de siquiera una prudente significación.
Intuición
del frío
No
es el de la niñez,
aquellas
mañanas de diciembre,
a
lo largo del río,
hacia
el colegio,
ni
se trata tampoco de aquel otro
que
te sorprendería
años
después
más
de una madrugada
dando
tumbos.
No,
este es distinto, este
da
miedo:
Viene
del
futuro.
Afirmaba
Emil Cioran que “no hay negador que no esté sediento de un
catastrófico sí”. Para Karmelo C. Iribarren la vida, eso que nos
sucede sin que nada podamos hacer de ella, no basta. El poeta atiende
a las crónicas cotidianas y colectivas del fracaso, y sin embargo,
porque nada en Iribarren, bien mirado, es desapego, aquel tonto
romanticismo, una todavía indemne voluntad de unidad, la melancolía
serena de quien sabe que está condenado a esperar algo cierto al
fin.
Lo
que hace de este realismo crudo una tierna impostura es su ingenua
elegancia de descreído, al modo de aquellos héroes que militan en
sus pérdidas. Le gustaría afirmarlo todo, pero sabe que no puede.
Su voz, o la de su personaje, atiende al simulacro de su propia
experiencia; ya no cree en nada, pero guarda como un tesoro el tiempo
en que creyó.
En
literatura, la verosimilitud se revela siempre más cierta y certera
que la verdad. El poema que atiende a lo verdadero, aparece dominado
por la emoción. La pretendida poesía aparece repleta de poetas
descabalgados por sus sentimientos. Un poema es ese simulacro que
domina la emoción para no faltar a lo cierto, y no nos engañemos,
la verdad no le incumbe. El poema es la más cierta de las
imposturas. Karmelo C. Iribarren recoge esta herencia de Jaime Gil de
Biedma y hace suya la máxima: “La voz que habla en el poema no
tiene otra realidad que la que pueda tener un personaje de una
novela, aunque se parezca mucho a la del propio poeta. Da lo mismo
que sea él quien habla o que quien hable sea un personaje
imaginario, legendario o histórico”.
Lo
que hace a un poeta cercano, no es el recurso a paisajes comunes,
afines; tampoco el dominio de cierta oralidad; más bien, cierta
carga de profundidad donde la piedad, la comprensión del poeta hacia
su propia historia trasciende toda pose y efecto.
Lo
que hace auténtica una obra son sus contradicciones, siempre y
cuando el poeta se afane por solventarlas, así el hombre malo de San
Sebastián esperando “tras los barrotes de la lluvia” la luz que
no dura.
Michel
Gaztambide: Fetichismo del común amor
(Moscas
en los incunables)
…Éramos
el recuerdo que tenemos ahora. Éramos
esta imagen. Ídolos de nosotros
para la fe sumisa de después.
Gabriel Ferrater
De
Michel Gaztambide tenemos noticia de sus aptitudes poéticas más por
su oficio de guionista en películas tan incuestionables como Vacas
de julio Meden, La
vida Mancha,
La
caja 507
o la reciente No
habrá paz para los malvados
de Enrique Urbizu, que por sus libros, muy espaciados en el tiempo.
Con anterioridad publicó las
aventuras de máximo Tirati
(Pamiela. 1987), Banderín
de perversión
(Ateneo obrero de Gijón. 1992) y Ternura
Blindada (Línea
de Fuego, Oviedo, 1999). Participó en la antología Poemas
para cruzar el desierto.
La
propuesta de Moscas
en los incunables
abunda en esa ya comentada visión poética de Biedma por la que un
autor fagocita una biografía, simula la experiencia que acaso
pudiera ser la suya propia. Michel Gaztambide se interpela en tercera
persona y repasa distintos episodios de una vida, desde sus comienzos
hasta las incertidumbres del instante último. Aborda temores
infantiles y adolescentes, las fallas del amor maduro, las imposturas
ciertas de lo que somos mientras nos observamos viviendo. La vida, en
definitiva, como una indisoluble puesta en escena.
El
cine, cualquiera que sea su propuesta estética, es siempre una sutil
técnica de bateado, por la que se extrae de la natural
intrascendencia de las tramas y la común de las escenas el brillo de
todo este oscuro mineral. En este sentido, el guion comparte con el
poema una misma capacidad para discriminar paisajes y momentos; ambos
adiestran al ojo en esa búsqueda de instantes significativos.
“Desfiguran la mediocridad, la hacen comprensible y llevadera”.
“De
todas las artes literarias –asegura Gaztambide–, la poesía es la
que más se parece al cine, porque al menos los guionistas y los
poetas compartimos el trabajo con la metáfora, la síntesis, y el
montaje, porque la poesía también es un trabajo de montaje”.
En
ambos géneros, Gaztambide sigue practicando una misma poética:
“claridad,
sangre y belleza”.
Fracciones
de vida cotidiana, historias de amor corriente, las formas
inevitables en que acostumbran los cuerpos a acompañarse, sin la
concurrencia de sus dueños, abrazos escatológicos, fetichismos,
conversaciones furtivas rescatadas en los bares o en los autobuses,
que conforman toda una serie: “Citas de la vida cotidiana”, son
las realidades, las superficies romas contra las que Gaztambide afila
su ojo.
La
memoria se resuelve en estos poemas en la amarga condición del
tiempo del amante; los cuerpos se aman y nosotros, simplemente, lo
recordamos a través de sus huellas en las sábanas, la ropa interior
encontrada en el fondo de un cajón. Después sólo queda vivir
mansamente en la compañía insípida de este mundo fotográfico:
“encuadres, detalles, volúmenes, historias”, restituir algo que
recuerde a su hondura, a través del único de los gestos posibles:
contar su historia, corriente, común, repetida en todos los cuerpos.
Resignarse a ello con un humor seco.
La
otra Maja
Mi
amor
Tu
cuerpo arqueándose por el placer
Está
clavado en mi cabeza
Como
un cuadro en un museo
Puedo
verlo cada día
Pero
no me lo dejan llevar a casa.
Gaztambide
atiende a esta vida corpórea, instintiva, pulsional, sin gobierno,
sórdida y bella a partes iguales, para la que el recuerdo es un
rastro, una excrecencia más.
La
ternura, una vez revisada la contabilidad de los cuerpos que hemos
frecuentado, es casi una urgencia, un acto heroico ante las lecciones
del fracaso y el aprendizaje de la decepción.
En
una fotografía que muestra un solar demolido del bajo Manhattan,
aparece retratado entre escombros el insigne reportero Joseph
Mitchell. Con paso firme escarba con la mirada los restos con los que
glosar la colección de fracasos y olvidos que ya iniciara en las
granjas de North Carolina, antes de llegar a la ciudad y hacerse
escritor. En esta su “Historia material de la ciudad” encontramos
los artículos y perfiles anónimos que lo harían famoso. Entre las
historias de predicadores callejeros, personalidades circenses,
indios constructores de rascacielos, la monumental y megalómana obra
que pretendiera el “profesor gaviota”, Joe Gould: Una
Historia Oral de Nuestro Tiempo.
Por
las crónicas que redactara Joseph Mitchell sabemos que las ciudades
están vivas y naufragan a diario en cada esquina.
Algo
de ese amargo humor, humor seco, encontramos en el afán
coleccionista de Michel Gaztambide, en su forma de asomarse a los
solares en demolición de la vida cotidiana.
“Cierto
humor –explica Joseph Mitchell– al que sólo puedo definir como
‘humor de cementerio’, en el que a veces la anécdota es la
protagonista y otras es algo más secreto y que apenas se intuye en
las conversaciones que reproduzco o en un pequeño detalle al fondo
de una determinada escena...”
Harkaitz
Cano: El vértigo del tramoyista
(Compro
oro)
…antes que las palabras surge el pensamiento de altas ventanas:
vidrios que contienen el sol
y más allá, el profundo aire azul, que nada muestra
ni está en ninguna parte y es infinito.
Philip Larkin
Si
el poema es la representación de un problema, una ecuación en la
que poder resolver los términos de la emoción, aquella en la que
Harkaitz Cano descifra la suya obedece a los dominios del verbo.
En
sus poemas se atiende a la narración de los hechos, las acciones de
los hombres, siempre comunes, que invaden la escena; personajes
sumidos en un paisaje inmediato, enfrentado a sus objetos.
La
emoción en Harkaitz Cano son esos mismos objetos, el paisaje
adherido a la cáscara de sus personajes; y no tanto la mirada,
sentimental o contemplativa, o el siempre enredado discurso de las
percepciones. La emoción esta en la mano de un hombre en acción, en
lo que cualquier hombre es capaz de hacer, por ejemplo, con una
ventana:
Si
alguna vez tuviese que vender esta casa que no es mía
diría
que tiene diez metros cuadrados de ventana,
diez
metros cuadrados de puro cielo azul
se
mire por donde se mire
y
que a uno lo asaltan terribles ganas de agarrar un destornillador,
desmontar
esas ventanas,
ponerlas
en el suelo y saltar
dentro
de esos diez metros cuadrados de azul inoxidable.
Pero
lo cierto es que ya lo dijo el poeta:
el
cielo no es azul, el cielo
ni
tan siquiera
es
cielo.
A
Harkaitz Cano le interesa menos el sabor de las cosas que la vida
nunca secreta de las cuberterías, sus destinos, tránsitos y paradas
mientras las instigan nuestras comunes acciones. En estas ecuaciones
del verbo, su poesía muestra una gran sensibilidad teatral. La
palabra, en sus manos, entra en escena.
Harkaitz
Cano percute el poema; enumeración y tempo preciso en cada verso
para la representación de una danza de acciones y cosas, donde cada
gesto, cada objeto ocupa su lugar, un lugar conocido, aunque siempre
extraño, como un pequeño teatro de prodigios mil veces ensayados
sobre la impronunciable piel de lo real.
Una
inofensiva imagen recorre todo el libro; las ventanas –como en Kea
behelainopean bezala,
los puentes– sobre las que apostar, mientras permanecemos
tímidamente a salvo, nuestra extraviada complicidad con el mundo; un
umbral que no habrá de anunciarnos un refugio capaz de acogernos, un
umbral sin voluntad de asilo. En los poemas de Harkaitz Cano, el
adentro y el afuera se debaten en una misma lógica de serenas
devoraciones.
Se
sabe que cuando la amenaza cuaja en los sismógrafos y se hace
evidente el temblor de la tierra, se aconseja protegerse bajo las
mesas o los dinteles de puertas y ventanas, esos lugares de nadie
donde acaso por unos segundos pasemos inadvertidos ante tanta
catástrofe y su promesa.
En
la delgada línea divisoria entre lo otro y lo propio, en ese no
lugar, marco donde se recorta una posibilidad entre dos necesidades,
a “la medida de nuestros sueños”, tal vez lo real no pierda sus
contornos y nada se desprenda.
Todo
nos reconforta entonces; ingenio, humor y ternura componen una música
sin estridencias con la que poder lavar la discreta desazón de las
cosas ciertas que progresan, se confunden y defienden al otro lado,
tras nuestras ventanas.
La
elegancia de la poesía de Cano prende en la respiración cadenciosa
y articulada del verso largo, en la musicada enumeración, en la
medida intriga de los episodios narrativos, en la ironía, en el
aforismo a salvo del auxilio moral, en la templada disección de las
acciones, propias o ajenas, en el efecto temperado, atado en corto,
en el juego trascendente, en la astucia y nunca en la ocurrencia. Y
todo ello compone un tablado y una tramoya serenamente dispuestos,
para que una inteligencia sin sobresaltos entre en escena.
Ante
las ventanas, desde las ventanas o contra las ventanas, una misma
voluntad de invisibilidad. Ser cómplice de los gestos con los que se
articula el mundo, querer y no querer abrazarlo; Harkaitz Cano en el
umbral, entre bastidores, en cualquier caso.
Pablo
Casares: Detonaciones
(Quiénes
fuimos)

Yo no sé nada que tú ya no sepas,
que no nos puedan enseñar los años.
No hago juegos de magia.
No deslumbro.
Hablo sin vanidad de mis asuntos.
(A lo sumo, acompaño)
Javier Salvago
Quiénes
fuimos
es su cuarto libro, lo anteceden: Días
prestados
(Baile del sol, 2009), Notas
a pie de vida
(Eclipsados, 2007), Fingiré
que estoy de paso
(Ayto. de Granada, 2007), galardonado en la 3ª edición del premio
Javier Egea, así como las plaquettes: Tiempo
muerto
(Ediciones 4 de agosto, 2005), Madrugada
(Vitolas de Anais, 2004) y Callejón
sin salida
(san Sebastián, 2003).
A
lo largo de este recorrido, los poemas de Pablo Casares continúan
componiendo instantáneas directas, claras y compactas de los
espacios cotidianos. Formas quietas, pedazos de vida sustraídas al
tiempo como quien toma una muestra para cultivo, en la que poder
pensar el tiempo, auscultar la memoria.
Cercanía
y hondura componen su particular serie vital de las formas del amor;
sus principios y finales, “la fecha de caducidad de nuestros
gestos”, cierta lógica entre las promesas y las pérdidas. En el
amor cifra Pablo Casares el misterio al que poder huir y la
ineludible catástrofe.
Encuentros
Por
alguna razón
que
no sabrían explicar
resolvieron
no volver a verse.
No
hubo grandes palabras
ni
muestras de afecto.
Abandonaron
el hotel
con
la sensación
de
no haber perdido nada.
Pablo
Casares es un poeta que desconfía de la utilidad de la poesía, las
grandes palabras, los fuegos de artificio, el efecto y la afectación
en las maneras. Sus composiciones, piezas fotográficas, conforman un
cuerpo vivo, lleno de complicidades, diseñado para acompañar al
lector, al que con cada trazo parece susurrar: “tú y yo sabemos lo
mismo”.
Conmovedora
humildad que no le impide sin embargo escarbar, contarnos su
necesidad imperiosa de saber cómo funcionan las cosas:
“Los
personajes y situaciones que conforman mi realidad –explica el
autor–, personajes cotidianos, paisajes urbanos, los amores que
nacen y mueren en cafés, la soledad de un cuarto al amanecer o la
áspera rutina, etc., son la base en la que se centra mi pulso
poético. Intento, a fin de cuentas, arrancar a la mecánica de la
realidad una interpretación particular, una mirada personal y sobre
ella volcar mis miedos, rencores y esperanzas…
Un poema con el que logre unir de manera penetrante y concluyente la
intensidad de algún momento vivido o que nos quede por vivir, que
logre atravesar
la espesa gelatina que cubre las cosas”.
Hay
en Quiénes
fuimos
un paisaje en suspenso como del día después del fin del mundo. Una
urgencia de empezar de nuevo, rescatándonos en lo que queda de los
soles, las mañanas, las diseminadas partículas de algunos cuerpos
que aún quisiéramos seguir amando, en otra “medida de tiempo
ínfima”. Ante “un silencio elemental” que prende en los
párquines públicos, polígonos industriales, grandes superficies,
olvidados patios de recreo en la periferia, horizontes a ras de un
suelo de tela asfáltica, hogares donde acaso aún nos esperen. Un
paisaje del día después, en un mundo al que se le ha extirpado sus
estaciones, y ante el que ya tan sólo es posible recordar aquello
que una vez fuimos.
También
la naturaleza irrumpe en estos poemas, aunque con una misma
inclemencia, desapercibida del hombre, con la misma suficiencia con
que olvidamos la utilidad de los objetos que un día creímos
imprescindibles, de espaldas a todas nuestras fallidas tentativas de
paraíso. Irrumpe en esta serie de poemas una nueva forma del tiempo;
abismado en la luz, extraviado entre sábanas, que trasciende la
superficie cotidiana del mundo y quiere otro mundo, más parecido a
los simulacros y espejismos soñados; algo, otra cosa, “otra vida
ajena e imposible”.
En
estas atmósferas de una serena devastación, resuelve la vida
cotidiana su llamada de auxilio, su voluntad de ver restaurada alguna
forma del misterio, aún indemne en la superficie de las cosas, con
sólo apartar con la mano la vida hecha ceniza.
Las
piezas de Pablo Casares practican un pequeño orificio y plantan una
semilla en la cabeza, aguardan pacientes a que sonriamos cómplices o
simplemente despertemos, muchas horas después de haber concluido su
lectura.
Diego
Vasallo: Los placeres tristes
(Canciones
que no fueron)
…
acusar
siempre a las cosas de insuficiencia y nulidad; y padecer privación
y vacio, y por ello tedio, creo que es el más elevado signo de
grandeza y de nobleza que se percibe en la naturaleza humana. Por eso
el tedio es poco conocido por los hombres de escasa monta, y
poquísimo, o nada, por los demás animales.
Giacomo Leopardi
Al
decir del propio autor: “Un dietario poetizado, un libro de apuntes
a vuela pluma, reflexiones e ideas de un paseante”, que abunda en
la raíz poética de cuanto Diego Vasallo ensaya en otras disciplinas
como la música o la pintura.
“Postales
a medio hacer; semillas derramadas…” –nos advierte Roger Wolfe,
desde el prólogo–, piezas erráticas, fracturas de la emoción,
ruinas varias, que abarcan ocho años (2004-2011) y cuatro lugares
(Madrid, San Sebastián, Menorca, Lanzarote). Bocetos, en definitiva,
manchas que dejan los días en quien es su instrumento; hombre a la
deriva que no aspira a trascender el tiempo.
Canciones
que no fueron
construye un paisaje íntimo, existencial, del hombre en derrota,
testigo resignado de la acción de las corrientes y los vientos.
Apuntes al natural de quien ha renunciado a corregir los rumbos, y ya
sólo le resta olvidar el tiempo y las ciudades desde las que partió
un día, desde las que sigue partiendo desde siempre, cada vez.
Acompaña
la selección de poemas, 38 dibujos de pequeño formato; un catálogo
de gestos; formas de la inmediatez que ensayan manchas, collage,
volúmenes, rastros caligráficos. Heridas que como en los poemas no
ocultan el error, el trazo rápido, vivo; la impronta que dejan en la
memoria las pérdidas; signos del hombre sin reino, restos de un
diario de la intemperie, fragmentos fotográficos de una piel
deshabitada. La ruina, al fin.
“En
los últimos tiempos –explica Vasallo–, tanto en la pintura como
en la música, utilizo un lenguaje bastante visceral y espontáneo.
Procuro huir de la excesiva conceptualización de las cosas. Me gusta
un tipo de creación que va directamente a la sensación. Ahora, en
el arte contemporáneo hay una corriente que es casi la contraria, un
arte muy de ideas, reflexivo y muy discursivo, con relaciones con
problemas políticos y sociales. Yo estoy en el polo opuesto. Puede
parecer una postura anacrónica, más de otra época, fuera de este
mundo tan globalizado. Mi visión es más contemplativa y romántica”.
Cuaderno
de pintor donde prende la concepción que el autor tiene del arte, a
través de las citas de autores que lo han acompañado en su
formación. Así, August Von Platen, Marco Aurelio, Degas,
Schopenhauer, Bukowski, Sabato, Leopardi, Cioran, Yves Saint Laurent,
Mahler o Lord Byron, dan cuenta de su fuerte raíz romántica, de la
amarga contemplación de una naturaleza que nos ignora, del dolor de
lo bello, del amor como compensación de la muerte, la serenidad como
proyecto vital o la insuficiencia de la razón como instrumento poco
hábil para resolver la existencia.
De
entre todas ellas, acaso sea aquella con la que Leopardi nos recuerda
que no son sino el reposo y la inacción, el natural estado del
hombre, la que con mayor acierto define la actitud artística de
Diego Vasallo. “Me supera la excesiva producción de todo –afirma
Vasallo en una entrevista reciente–. Hay que dejar que lleguen las
cosas, alimentar ese concepto que está tan desprestigiado que es la
inspiración”.
Así
el poeta que, en todo cuanto hace, es Diego Vasallo preferiría como
todos los Bartleby o cualquier Oblómov,
simplemente no hacer, dejar que las cosas dolorosamente sean; así,
reducidas a sus instantes; apareciendo entre las manos, huyendo
después.
San
Sebastián, agosto
Algo
apacible
en
estas mañanas
nubladas
de agosto:
esa
luz grisácea
quizás
que
se filtra
por
la ventana
de
la cocina.
Apuro
un café
y
espero
dejando
que el día
se
incline hacia
un
lado u otro.