autores vascos en castellano

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Alberto schommer (Gabriel Celaya – Máscaras, 1985)


Después se produjeron nuevas absorciones.

¿Quién no sintió que en lugar de buscar
era devorado por un centro escondido?

Gabriel Celaya

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Eduardo Apodaca (Bilbao, 1952-2006)



     Poesía Centrípeta
 (El viaje de Eduardo Apodaca)


¡Ah, si bebiera un sorbo del vino que se enfría
mucho tiempo en el seno de la tierra…
…y que al beber me aleje del mundo sin ser visto
y me pierda contigo por la espesura umbría!
Perderme en lo lejano, disiparme, olvidar
lo que no as conocido jamás entre las ramas:
                                                    John Keats

Despertar sólo pude, y era el cuerpo
mío, paralizado, sola extensa
realidad
                       Eduardo Apodaca

Después de indagar en las fuerzas de una Naturaleza que nos mantiene aferrados a su centro, y narrar el destierro de aquel que en cierta ocasión acertó a ver, y ahora vaga dormido y ciego por un mundo sin hondura, relegados ambos a la condición de piel, tentativas de sus dos anteriores poemarios –Introducción a la Tierra y El errático–, Eduardo Apodaca continúa con éste tercero, Sus ojos diminutos (Bermingham, 2004), escarbando y dotando de matices una poética cosmogónica de gran coherencia.
Los dos primeros libros aparecieron con el título Introducción a la Tierra, en la edición que realizó Félix Maraña en 1991 para la Universidad del País Vasco, dentro de la colección “Poesía Vasca, Hoy”. El conjunto de ambos poemarios fue traducido al euskera (Lurrerako atari gisa) por otro poeta vasco, Luigi Anselmi. Tras un decenio, Apodaca nos ofrece ahora Sus ojos diminutos, también de la mano del mismo editor, lo que no es sólo acento casual.([1])
Gravita sobre cada uno de los versos en Sus ojos diminutos voces delicadamente tramadas, prestándose oportuna atención en un equilibrio frágil y preciso. No en vano para Apodaca Poesía es sinónimo de Paisaje; lo insondable de las formaciones naturales tiene su eco en la música a la que aspira toda composición poética. En este sentido la realidad del poema responde a una doble condición: es Canto e Instrumento; desentraña y revela al precio de nombrar, de articular un lenguaje que precisa siempre de una distancia para conformar mundo, la precariedad de sus contornos. En el caso que nos ocupa la Naturaleza nunca se constituye en objeto observado; la contemplación escinde al hombre que canta. Ante el rumiar ignorado de la Naturaleza el hombre es relegado al estado de cosas cotidianamente completadas, a esa ilusión de lo concreto que habitamos.
El discurso poético de esta trilogía es deudor de la escisión romántica: Revelación de la confusión amorosa con el Centro-Unidad, pesar ante la caída en el tiempo, y superación de los padecimientos derivados de la pérdida del abrazo primordial. Es el lúcido enfrentamiento a este último estadio, la urgencia de apaciguar el tiempo, el empeño que ocupa a los poemas de este tercer libro.
Este tránsito pasa por asumir como necesaria cierta lejanía, el hallarse uno maduro de nostalgia, acudiendo al mundo como desde otra vida. La distancia de ese latido primigenio del mundo, es la condición ineludible de la lucidez del Canto; en definitiva, irse del lugar para así Saber.
En estos poemas se destila una amplia y elaborada concepción del Paisaje. Mundo natural y mundo urbano se congregan en sus versos. La respiración apenas consciente de lo concreto y particular en diálogo ininterrumpido con una Naturaleza insondable, y el poeta como mediador, propiciador del encuentro de ambos en un mismo espacio. Una vez más el cantor, su experiencia presente, que posibilita que ambos paisajes al mirarse se doten de sentido, como si cada uno fuera el azogue del otro. Los ejemplos son múltiples; así 1967, escena de la contemplación del paisaje detenido en los márgenes de un cuadro iluminado por las luces y ruidos de la calle; o ese otro que lleva por título una nueva fecha, Agosto de 1996, en el que los elementos concretos fecundan el misterio.
La palabra genera paisaje: congregación de tiempos, trasmutación de las personas del verbo, confusión de espacios físicos en ese magma del principio de los nombres. Poesía de extraña intimidad. Apodaca habla al oído de un Tú que en ocasiones es un ella, un árbol, un animal casi siempre alado, o una piedra, y con el gesto todo adquiere la entidad de un OTRO del que ya hemos desertado, que acude hasta nosotros desde un Afuera íntimo y frágil.
Anima toda la poética de Apodaca la pulsión del origen; una llamada al Centro no exenta de fiebre, que recuerda a esa otra, si bien más exaltada, que recorre las composiciones de Miguel Labordeta, con quien, además, comparte cierto surrealismo consciente, el permanente diálogo de lo abstracto y lo concreto, así como el recurso a una ambigüedad referencial, y una parecida utilización de toda una simbología de lo insondable entorno al “azul”. Aproximaciones de dos poéticas con entidad propia que merecerían un estudio comparativo detallado.
Tentativa de síntesis expedicionaria entorno a un perfil de la emoción antigua de la Naturaleza, con la que el poeta espera reavivar su pulso siguiendo el dictado de la memoria. Presentes en sus dos poemarios anteriores, los recuerdos emergen en éste último con una mayor obstinación, como si al final del viaje la lucidez, más que nunca, precisara de un cómplice.
En esta labor de orfebre que es Cantar la memoria, queda restaurado el abrazo primordial: En los ámbitos domésticos, las emisiones detenidas de la tarde que encierra en sí la noche, la mañana; igual que ellas irradian a su ser; vuelve a filtrase el Azul; las mañanas se llenan de pájaros; se abre la piel del errático para respirar por sus poros. Sin embargo, a la luz de la dolorosa lección de habernos un día extraviado, el Canto es ya otro, igual que los pájaros con los que el poeta se identifica. Éstos han perdido su pureza de ave cantora; se reconcilia el poeta con aquella otra naturaleza de mamífero alado que le es más propia. Ya quedan matizados los pigmentos de las golondrinas, sólo resta la luz sin mundo desde los ojos diminutos de los murciélagos.
Se nos asegura ahora que Apodaca ha tomado el título de este nuevo y vibrante y armónico asunto poético, Sus ojos diminutos, de una lección aprendida del maestro Alberto Caeiro: la lucidez es una condena a ver. Son poemas escritos entre 1992 y 1998, tiempos marcados y medidos. El primer libro que publicó recogía los poemas escritos de 1968 a 1988. Apodaca es un escritor con la ventaja añadida de la proporción y cadencia en sus entregas, que se corresponde con la armonía de sus composiciones.

Lento regreso a la tierra
Todo en la obra poética de Eduardo Apodaca es tránsito, todo es materia sólida y sin embargo efímera, ningún cuerpo afirmado niega su inconsistencia, ningún paisaje permanece durante mucho tiempo igual a sí mismo, todo avanza para ver cumplida su gravedad. Todo es rastro, huella que la tierra reabsorbe y no devuelve; todo aspira a su consumación, surge de toda desaparición lo real.
La duda de existir, “las memorias y los ruidos”, el dolor, la mente en su vuelo y caída, desvela su condición de pájaro, átomo, historia olvidada de su extraviada eternidad. El errático recuerda entonces que la ciudad se erige sobre los cimientos de un bosque y avanza, se traspone a sí mismo en cada paso, y su paso es planetario. Con cada traslación quiere que el tiempo cese, que el dolor de los simulacros desaparezca.

ESTE, QUE OCULTO LLEVO EN LA MATERIA,
el dolor es éste el verdadero;
que fuerte yergue a veces su cabeza,
e inunda de rugido amedrentado
la soledad del mar. O muere y vive,
empero, sin llegar a la conciencia,
urdiendo en el silencio sus más tristes
derrotas; cuando ya en aquella espera
a cegarme me atrevo en rascacielos
de inteligencia, con un cielo oscuro
más que el otro reflejo del asfalto.
Dolor; tanto ya me hundes en las sombras,
que el caminar de los deformes sueños
amenaza llevarme para siempre.

Belleza, realidad-verdad, dolor. La tríada romántica encuentra un renovado lugar en el hombre Eduardo Apodaca, y adquieren la forma de lo sagrado en los pequeños indicios: ríos, árboles, hojas, pájaros, que nos dan noticia de los centros de la Tierra en la noche de los bosques.
Regresos a la tierra que guardan el eco de los pasos de Keats por la misma enramada; pasos de otro errático, leves, etéreos, con una misma callada voluntad de desaparición.
Una misma aspiración a la disolución y el misterio habita la huella de ambos poetas; ambos se aventuran por los resquicios de la trama que contiene al mundo, transgreden las mallas, los lentos cedazos del tiempo, todos los velos de Eleusis; serenos y conscientes respiran el mismo éter, sorben los jugos y vapores que exhala la tierra.
Los bosques son salas capitulares, entre las columnas del Telesterion se reúne y recoge el iniciado al abrigo de todos los inciensos que adivinara Keats en las ramas.
Al igual que en el poeta romántico, en Eduardo Apodaca se aúnan sensación y pensamiento, vivencia de la realidad y éxtasis. En ambos la experiencia poética se resuelve en la comunión del paisaje con la mente que observa y desteje, y no aspira a otra cosa que a ser definitivamente abatida. “Hay algo en la poesía – asegura Apodaca – que, como en la naturaleza, es anterior al artificio”.
Pronunciar la Naturaleza, adquiere la forma de un conjuro que tanteara en cada rincón de los bosques un rendido acceso al misterio.
“Con la frente recostada sobre la hierba” se disuelve la farsa de las sombras, la muda mascarada de los espectros. “¡Que venga una época tan libre de ansiedades/ que yo nunca conozca cómo cambian las lunas/ ni escuche el ajetreo del buen entendimiento!”, exclama Keats, para conjurar la vana imaginería del oculto Amor, la Ambición en la fiebre de los hombres y la Poesía que en vano emula el placer doloroso de los letargos de la tierra.
Al mismo tiempo, sentado a la misma mesa, Eduardo levanta su copa y bebe el “cálido vino de la nada”, traspone el umbral de los mismos templos, “cómplice y prisionero en la madera de los nudos de los árboles”, abrazado “a los alientos calientes de la tierra”, “arriba al mundo, sin querer abandonado” y “su carne toca sus ramas”; reconoce ahora “La sola extensa realidad” de su cuerpo y desde el vientre de John Keats proclama:

…Qué grande es la realidad.
No quepo en ella. Y todas las tardes el cielo va teniendo
un azul más tenue. Mundo, no quiero abandonarte;
por eso los atardeceres me gradúan, tentáculos
negros como el útero o la ambigüedad
de la noche.
Te contemplo
en un camino hacia ti, único paisaje; y sin mí ser tú.
Pero tú eres más grande que el cambio de tus leyes.
Toco la realidad. Y sus átomos,
dispersados, queman.
No hay sueño. Y no me puedo morir. 

   



BIBLIOGRAFÍA

Introducción a la tierra. El errático (1968-1988)
Sus ojos diminutos (1992-1998)





([1]) Sus ojos diminutos (1992-1998), de Eduardo Apodaca; [Bermingham Edit.], Colección “Re-noba”, núm. 3º, San Sebastián, 2004; 60 páginas.