Poemas de la permanencia
(Gabriel Insausti: Los cuerpos, sus horas, sus nombres)
Tierra
indolente. En vano
resplandece
el destino.
Junto
a las aguas quietas
sueño
y pienso que vivo.
Luis
Cernuda
Y
hoy sabemos que las noches no son nuestras
y
es inmenso el mundo.
Gabriel
Insausti
Es recurrente en la obra poética de Gabriel Insausti (San Sebastián, 1969) cierto mal del caminante. Trasponer los pasos, salvar el paisaje que declina a los costados mientras se avanza, trazar una línea que enhebre el horizonte a ese tiempo ido que tenue, vacilante aún perdura a nuestra espalda. Para el caminante el paisaje es siempre interior y reproduce la extensión sin márgenes de un erial. A cada paso acuden los nombres de las cosas; huellas en la luz que salven el páramo, los desiertos de la noche, la intemperie. La palabra poética de Insausti es memoria de estas cosas, instantes de los cuerpos idos.
Raíz de los cuerpos
La memoria cerca la mirada, levanta setos, apacigua el crecimiento de la vida en huertos cerrados y jardines, escarba reductos, “casa apartada, casi torre / cercada por la escarcha y el silencio”. Desde la ventana de un estudio, apostado en la balconada con el mundo conocido a la espalda, tras una verja; dominios aparentemente a salvo desde donde poder auscultar el paisaje y su tiempo, el mundo bajo los efectos anestésicos de sus nombres, la fiebre de los bosques reducida al recuerdo de un solo árbol, el afuera al fin cercado, jardín del mundo donde poder transplantar, como afirma, “la eternidad fallida de las cosas”, su “rostro rutinario”, su presencia sin épica, cielos como huertos, “donde pueda la mañana contemplar su recuerdo como un ángel”.
En cada una de esas cosas siento
la sombra que las niega, igual que un hado
fatal que me hace ver como pasado
el eterno llover de este momento.
La tentativa por la que la memoria pretende restaurar el tiempo ido no responde a una tímida reproducción de sus lejanos indicios. Los nombres que Insausti extiende sobre las cenizas de los cuerpos están llenos de manos abiertas, gestos, extremidades tendidas al abrazo. No se trata de rehabilitar la memoria embalsamada de los álbumes fotográficos, la distante mirada de los museos, la vida apenas en el fondo de muestrarios y urnas, sino de conferir cuerpo al tiempo, restituir su materia. Para ello Insausti tan solo parece reconocer un instrumento hábil: el lenguaje. Acaso no exista más materia para el cuerpo acontecido que el tiempo pronunciado. Muchos de los poemas de Insausti revelan esta voz de expedicionario a la realidad perdurable de los cuerpos, su mirada repasa la quietud de los objetos en las estancias, la rendida naturaleza de los huertos, la respiración detenida en los andenes de una estación amenazada por la fuga de los otros.
Los nombres
Esta permanencia de los cuerpos en lo real a través de sus nombres no está exenta de una fértil complejidad. La memoria, ese tiempo pronunciado es una porción de tierra en el hueco de las manos, certeza de haber sido, lugar, trinchera escarbada en los cuerpos. El tiempo desteje la vida de los objetos, derrama su materia, su atenta contemplación nos hiere siempre, por ello tal vez sean más nuestros en el recuerdo, ese simulacro de sus imágenes perennes. La palabra de Insausti retrata este mundo evanescente bajo la urgencia de sus nombres. El lenguaje es la estrategia por la que nos asomamos fuera del tiempo a la promesa de ausencia de que el mundo está hecho.
Así , desde mi cuarto, la mañana
completa su recuento igual que un ángel
en el cielo de hoy. Y hay que mirarlo
en toda su extensión, como si fuese
la única verdad que ahora salva,
mirarlo frente a frente hasta saber
quién dicta su inconstancia sobre el mundo,
cuál es su propio abril, qué significa.
Otra de las formas por las que el tiempo parece no alcanzarnos, estrategia recurrente en las composiciones de Gabriel Insausti, es la usurpación de otras vidas, la duplicación del tiempo propio en la escenificación de otras existencias contemplativas. Así, en un tono que en ocasiones recuerda el magnífico catálogo de epitafios en los que Edgar Lee Masters desentraña la historia subterránea de Spoon River, Insausti rescata el tiempo de otros expedicionarios. Bajo la forma del monólogo dramático, influencia de la poesía inglesa, y el endecasílabo, que es la respiración con la que el pensamiento rumia las imágenes del mundo, se atiende a los empeños de las soledades de Ockham, William Godwin o Wordsworth, en busca de una porción de realidad ontológica, política o poética. Publio Horacio Flaco extiende su voz desde su retiro del Tíber, testamento moral en Últimos días en Sabinia (Premio Arcipreste de Hita 2000, Pre-textos, 2001).
Insausti muestra en un estrado, cuidadosamente dispuestos, cuerpos y objetos que aguardan cierto amparo en sus nombres; la escenografía de las horas calladas, episodios indolentes, vida vegetativa, contemplación del tiempo derramado en los márgenes de las cosas, urgencia del ángel, aquel que acaso sepa pronunciar las cosas en sus nombres, descifrar el viento en la enramada, el balbuceo del mundo, única voz cierta. “¡El alma de las cosas! Lo que copia / el agua con sus ondas temblorosas”. Proclama Insausti la vana permanencia de los cuerpos en su palabra, su descenso, su materia prendida a las secuencias de los minutos en los relojes de arena del cielo.
Cuatro calles, un crucero
frente al atrio de la iglesia
y el cielo
que da las horas
del río que pasa y queda.
El agua va tan despacio
que parece que me espera.
Las manos
Sin embargo, los nombres ceden, el mundo reparte su presencia sabiéndose cierto, abierto y posible cada mañana; con las primeras luces la nómina de las cosas conocidas reconstruye sus límites en el vientre de los diccionarios, y no parecen de barro los cuerpos que la lluvia y la noche arrastran. En los silencios de la noche, arden las palabras, se extienden como un sudario los nombres incapaces de pronunciar cuanto amamos, y por eso, como escribe Insausti, “es triste morder este silencio, / que haya que cantar para estar vivo”, salvar la intemperie, la indiferencia de tanta noche de espaldas a nuestros gestos. Los nombres no pueden lo que acaso sí logren las manos.
Yo debería haber sido un puñado de tierra
que supiese cada cosa en cada signo.
Pero quiero acontecer sin más como la lluvia,
demorarme en los instantes de mi tacto,
fingir ya que es cierto el mundo que parece
ante el género común del desacuerdo.
Quiero llamar mío a todo lo que existe
hasta la estricta conformidad del alma con el aire.
Es tan difícil decir lo que se ama,
tan triste aún comer la propia sombra…
Si, el mar tiene su nombre, mar,
y lo he sabido siempre, sin saberlo,
dándome de bruces con las cosas que me hablaban.
Mas dónde ir en esta hora,
dónde el sitio de la cal para mis manos,
dónde hallar un gesto sin lugar que me desdiga.
En esta tentativa por desentrañar el sentido De todo cuanto habla (Premio R. Tagore, 1993), las manos tienen la certeza de las cosas no dichas, están las manos en las cosas, son ellas mismas al fin pronunciadas. Las manos enhebran el aire a la tierra, se extienden como una raíz hasta la memoria de los cuerpos, confieren piel a todas las formas del agua. Estas composiciones reproducen la lucha agónica inscrita en la historia de todos los cuerpos. El rastro de su materia en nuestra experiencia y su posesión por sus simulacros, los nombres.
La memoria es a un tiempo reducto donde salvar de la noche la huella del cuerpo acontecido y pasto, alimento para el olvido, construcción de la lejanía. En esta tierra de nadie los nombres y las manos se debaten por fundar la certeza de haber vivido y amado. Unos y otras son comunión, no aspiran a representar los vestigios del hombre, sino a mostrar enteramente el instante de la identificación amorosa: “…sólo esto pido: / que todo lo que dejo aquí se guarde”. En este empeño los nombres y las manos conjugan el mundo posible y se reparten jirones de vida destinados a un mismo fracaso.
Tendremos el idioma de la noche y el trabajo
de imitar lo que permita concebir nuestras presencias.
Y un lugar posible en donde baste abrir las
manos para hallar el cerco de silencio que nos nombra.
Todas las paredes devuelven nuestros rostros.
Todos los caminos saben la mentira de este
mundo de barro y lluvia muerta.
Tendremos un rincón que diga cuánta dicha
es pervivir en las palabras que engendramos.
Estos cantos de la distancia y el extrañamiento en los cuerpos apenas hacen un puñado de arena, “tierra suficiente para hacer un nombre”; sólo una cosa tiene por cierta el poeta: el mar, la lluvia, el agua y demás formas de la noche “ha olvidado el sabor de esta carne”.
“Si (como afirma el griego en el Crátilo) –advierte Borges– el nombre es arquetipo de la cosa en las letras de la rosa está la rosa y todo el Nilo en la palabra Nilo”. A la luz de las pulsiones de Insausti, el nombre es una voz extensa, se llena de amplitud, crece más allá de los signos de la representación; no es ya ese tibio puñado de tierra del que pueda proveerse la memoria, es mostración y necesidad de “la certeza de encontrarse por entero en los lugares”, “nacer por la escritura de mi piel, abiertamente”. En las manos de Insausti prende la urgencia de nombrar de otra forma, donde el lenguaje no se agote en la realidad abarcada: “Pedir a las palabras la precisión del mar… las palabras pretenden la perfección del mar, / su eternidad redonda.” Asegura Miguel Florián en su libro Lluvias (Ávila, 1995). En las colecciones e inventarios, en los jardines del paseante los nombres también son las cosas.
POÉTICA DEL PASEANTE
Una honda formación clásica recorre la obra poética y ensayística de Gabriel Insausti. El recurso a estructuras, tonos e imaginarios heredados no restan originalidad y acierto a un discurso de pulsiones frías y elegantes al servicio de cierto objetivismo y emoción intelectual. El propio autor al repasar su trayectoria nos aclara: “He cultivado tanto el poema-imagen como el poema-discurso, la poesía onírica como la poesía estrictamente visual, el culturalismo y la mirada virgen y adánica. De todo tiene que haber, o al menos así me lo parece. ¿Eclecticismo? Más bien inquietud, que me lleva a una perpetua insatisfacción y, en consecuencia, a buscar siempre territorios por explorar. Cada libro pide una forma y un tono distintos”.
“Si echo una mirada –agrega Insausti–, encuentro mucho de ejercicio en los metros y estrofas tradicionales y de aprendizaje en maestros modernos, aunque también en los más coetáneos. Últimos días en Sabinia y Destiempo son libros en los que alguien intenta tocar distintas teclas, antes que afinar su propia voz. Lo que estoy haciendo desde hace poco más de un año es ya más testimonial: ahí si me interesa decir algo, y no simplemente construir un objeto. Veo en mi poesía una vertiente doble: poemas largos de tema “civil” o de reflexión sobre la Historia, por un lado; y poemas cortos, de contemplación de la naturaleza, por otro. En ambos acontece una suerte de epifanía: la aparición visible de una idea en la realidad física. Es la poética por la que me estoy decantando: un decidido objetivismo, el simulacro de una experiencia, con un espacio, un tiempo y un personaje... Una poesía de recorrido, del objeto a la idea, inteligible, dadora de sentido. Esa es mi idea de la poesía: más que un oficio, un modo de estar en el mundo, una actitud contemplativa que espera ese momento en que la realidad hace clac y se atisba un sentido antes semioculto”.
BIBLIOGRAFÍA
Lecciones
de lingüística (1990)
Juglaría
(1992)
Vísperas
del silencio (1992)
De
todo cuanto habla (1994)
Noche
a noche. (1995)
Últimos
días en Sabinia 2001)
Destiempo
(2004)
Vida
y milagros (2007)
Cámara
oscura (2012)