No es necesario quizás decir
que ninguna duración sale
de las catástrofes diarias.
Peter Handke
La obra poética de José Luis Padrón (Urretxu, 1970), está traspasada por una honda emoción de la imagen. Ésta ha ido encontrando su lugar en las formas musicales que reproducen las voces clásicas del romance y la canción popular, el verso sensitivo y la secuencia discursiva de sus primeros libros: De la manera de vivir más humilde y callada, profundos senderos de niebla y carne y Vida al margen de todo. Libros en los que el deslumbramiento del joven poeta reproduce sin complejos su deuda para con Antonio Machado o la poesía del veintisiete.
Con distintos acentos y estilos se va cumpliendo la voz elegiaca de estos poemas, hasta conquistar una poesía concentrada, de fragmento rotundo y árido que no precisa ya del auxilio de adjetivo alguno: Los ojos deseados, La memoria extendida son una suerte de epílogo en el que se cumple el tránsito que va desde una poesía de la contemplación hacia la digestión de lo contemplado.
Los poemas de Padrón son, en su conjunto, una llamada de socorro. Muestran a un hombre expuesto, agónico, incapaz de conformar maneras que hagan hábil la vida; cada libro es la crónica de un nuevo naufragio.
El náufrago.
Si para esa otra voz en la zozobra, que fue Rimbaud, la vida estaba en otra parte, para José Luis Padrón apenas sí queda lugar alguno capaz de contener la vida. Cada poema recoge “la derrota al final de la jornada” y reproduce un paisaje exhausto por la ingrata tarea de llevar la vida a cuestas. “Nubes vacilantes”, “verano en sombras”, “cisnes rotos sobre la lluvia”, y ese omnipresente astro que vive como un tímido dios de espaldas a todo cuanto el hombre nombra. “El sol que no arde, que se esconde disfrazado en un resplandor de piedra”, “sol resquebrajándose”, “sol mendigo”, “sol que apenas tiene significado”, “sol que se aleja”. Queda entonces un universo sin temperatura.
Si no hay luz, tampoco la tierra conoce su contorno; desfallece el náufrago, todo es ya extensión, distancia, horizonte, superficie sin voz.
Un cielo negro que devora nuestros nombres
en estos parques, en estas calles, en este mismo lugar
bajo un atardecer tranquilo y azul que ya es historia
y silencio.
Queda una suerte de destemplado almario, un “hueco de la memoria” donde albergar tanto espectro, simulacros de vida huida, y ese gusto árido de los desiertos a ratos en que todavía es feliz el recuerdo.
Al hombre en estos poemas se le ha acabado la tierra, vive en un continuo despojamiento. Para él vivir es caer sin interrupción, y en la caída se funda el vértigo de todos los abrazos al número de las cosas, nombres que no duran. No hay canto ni vuelo capaz de remontar la vida: “las palabras ya no sirven”.
El náufrago se recorta contra los horizontes, deja extenderse su memoria igual que crecen los mares, los bosques, las noches, sin poder con ello conjurar todo cuanto amenaza al hombre solo. En ocasiones clama por ese tiempo en el que débiles indicios le recuerdan haber estado habitado.
Vuelan en mí, temblorosas, mis esperanzas o flores muertas.
Arrasadas metáforas de infancia y las primeras hogueras
dentro de la sangre. He procurado no despertar a los monstruos
anhelando al fondo del poema. Escribir: las sombras tímidamente
próximas.
La duración.
Porque “Sólo la soledad se gana a cada momento. Soledad que no es ausencia, sino razones perdidas”, al náufrago le hubiera gustado escribir el poema a la duración, ese que pretendiera Peter Handke bajo los presupuestos de Henri Bergson. Duración que no niega el tiempo escindido, ni es su suspensión ni el éxtasis, tampoco el milagro. La duración tiene lugar en la convergencia de las imágenes cotidianas que he sido y soy. “La duración –asegura Handke– como un acontecimiento que consiste en estar atento, percatarse, ser abrazado, ser atrapado por un sol suplementario… que pone de acuerdo todas las disonancias… La duración no es algo que se viva con otros. No forma ningún pueblo. Y, sin embargo, en el estado de gracia de la duración, al fin no soy yo simplemente y nadie más. La duración es mi relevo, me deja marchar y me deja ser. Animado por la duración, soy también aquellos otros… Al posarse sobre mí la mano de la duración, se cierra la herida de la que por primera vez soy consciente, al cerrarse… La duración no desplaza, me coloca donde debo estar. Saliendo de la luz de foco del diario acontecer, huyo decidido al incierto campo de la duración… La duración no está nunca en la piedra imperecedera de tiempos remotos, sino en lo temporal en lo maleable”.
Lo fugaz y cambiante, el tiempo que “deshace la vida”, “las horas que derriban los lugares y los instantes”, termina por cristalizar, adquiere formas duras, rigores de cadáver.
José Luis Padrón se detiene y contempla cada porción de paisaje, teme por todo cuanto lo amenaza. Por que también el paisaje se detenga, lo gane la quietud y se cumpla en cada árbol, en cada pájaro, en todos los cielos la fractura. Teme que el mundo no dure, que se rompan y quiebren las cosas de que está hecho.
Se duelen estos poemas por todas las formas de la destrucción. No hay extinciones amables en estos versos, tránsito y transformación de unas cosas en otras. Los días simplemente se precipitan y dejan en su carrera simas, abismos de una existencia intermitente entre lo irrecuperable y su emoción de un día.
Todo ha sido y será demolido, tan sólo el anhelo enciende la fiebre en mi nombre. El deseo se hace con las maneras de las “aves heridas” y “flores ciegas”. Maneras del vuelo y lo posible que en ocasiones nos trae la brisa, alguna estación amable, el viento como “un temblor en la memoria de la calle”, “suavidad de las tardes siempre de septiembre”, que no logran edificar a un hombre, salvar la ruina, sostener el cielo y la mañana.
Todo es desecho, se vuelca en la memoria y arde. La memoria no es un caudal de acontecimientos vividos, el tiempo ido nos desteje, nos deshabita. Avanzan como un miasma las horas, los inviernos, el frío, bosques, tierras desoladas, desiertos a desecar la vida.
Al término del día toda contemplación ha servido de poco, queda “el triunfo del inútil color de aquella luz nocturna” y el anhelo intacto, esa familiar, continua esperanza en que perpetuarnos mientras la herida crece. “Ya no hay luz en el horizonte disecado del mar”.
El calor detiene el tiempo,
las calles, la distancia en el interior de los frutos.
Frente a la duración, el tiempo amenaza ruina, hielos perpetuos, herrumbre de jardines. Los cielos solidifican y una luz tamizada derrama su ausencia de dioses sobre la tierra quieta, o muere pálida en las estancias. El tiempo erige “estatuas de nubes que sostienen la mañana”, “instala las columnas del silencio”, una “arquitectura de la niebla”. Formas rígidas que amenazan siempre con quebrarse. “En mí se van muriendo tantas cosas como nacen”.
Nada se puede nombrar en un mundo sin contorno. Por ello, al náufrago sólo le resta el auxilio de la noche, el amor y la memoria. Son ellos sus lugares para la duración. En la convergencia de sus imágenes, el náufrago siente cierto consuelo ante tanta fractura de astros y hombres rotos, por ellas se deja vivir y ya encuentra a su lado indicios del hombre entero, de un astro entero que no se estremezca, que supla a “este sol inseguro y vencido en los espejos”. Una forma de conciencia y de ser que no pida una presencia estratificada en el tiempo.
Cada uno de los poemas del náufrago es una mano extendida que pide un tiempo que no sea de arena. Algo vivo aún, el amor todavía, al otro lado de mi naufragio, que no se parezca tanto a este esqueleto de los días, a este letargo bajo el mundo frío, a tanta memoria de estatua en “nuestras vidas de piedra”.
El náufrago tantea el mundo con los ojos y “no siente las palabras que han de llevarle a otra parte”. “Todo es inmediato”, en las orillas de la enunciación, y sólo resta una palabra: “aquí”, y ese “aquí” es el centro del mundo a su lado, vida al margen de todas las catástrofes que el tiempo instaura.
Qué quieto lo verdadero.
Qué dentro de mí el viento.
Vida sin adjetivos.
Nada más.
Las palabras repasan
la memoria extendida.
La memoria, la noche y el amor, son el reverso de las horas, la consciencia, y el mundo quieto. Son también su motor, el frágil engranaje al que atienden estos poemas para que puedan permanecer de acuerdo todas las disonancias.
En este no lugar el náufrago levanta y mantiene en pie el sol de la duración.
BIBLIOGRAFÍA
Antioju
borobilduen kristaletan zehar (1991)
Profundos
senderos de niebla y carne (1991)
De
la manera de vivir más profunda y callada (1991)
Vida
al margen de todo (1995)
Itzal
Izotzezkoan Bildurik (1997)
Los
ojos deseados (1997)
Txori
Erratuen Bilera (1998)
Ibaia
Eurierasotan Bezala (1999)
La
memoria extendida ( 1999)
Zure
bila itsasoa bidaliko dut (2002)